El “Ministerio del Tiempo” es una de las series de la televisión española más exitosa de los últimos años. El argumento es tan sencillo como fantástico. En tiempos de Isabel la Católica, un cabalista judío ofrece a la reina el “Libro de las Puertas”, que contiene el secreto para viajar en el tiempo. A cambio, la reina le ofrece su protección -una garantía nada deleznable en la época de la Pragmática Sanción-. Desde entonces existe en España una agencia gubernamental, el Ministerio del Tiempo, cuya función es monitorear permanentemente el curso de la historia e impedir que alguien intente alterarlo, aunque sea con las mejores intenciones.
“El tiempo es el que es”, y no puede ni debe ser otro, reza el lema del Ministerio. Patrullas reclutadas en distintos momentos de la historia arriesgan su vida para que así permanezca. A veces, de hecho, algunos agentes del ministerio la pierden en el curso de sus misiones. Y no por causa de muerte, como descubrirá el lector curioso, por respeto al cual no se dirá mucho más en esta columna.
Puede que a otros lectores esta breve sinopsis les evoque la osadía de Raimundo Silva, el revisor de pruebas que protagoniza la “Historia del cerco de Lisboa” de José Saramago. Y no sin razón. En ambos casos la cuestión fundamental es la de la historia contrafactual o alternativa. ¿Cómo sería el presente si el pasado hubiera sido distinto? La ucronía es el equivalente histórico de la utopía, y algunos historiadores como Niall Ferguson la han empleado para descubrir nuevas vetas de análisis en hechos cruciales como, por ejemplo, la entrada de Gran Bretaña en la I Guerra Mundial.
Acaso un ejercicio de este tipo sea pertinente para entender lo que está en juego en las elecciones que hoy se realizan en México, en las que según todas las encuestas se impondrá el líder del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), Andrés Manuel López Obrador.
Es la tercera vez que AMLO -como lo conocen propios y extraños- se postula a la presidencia mexicana. A lo largo de esta campaña, cuyo telón de fondo ha sido la sombría imagen que proyectan la corrupción y la inseguridad (asociada a distintas formas de crimen organizado), López Obrador ha intentado mostrarse mucho más moderado que en sus anteriores intentos. Aunque lo más probable es que siga siendo ese “mesías tropical” cuyo perfil trazó magistralmente Enrique Krauze en un ensayo publicado hace 12 años, cuando por primera vez AMLO puso su nombre -y su idea de México y de sí mismo (“hay que ser como Lázaro Cárdenas en lo social y como Benito Juárez en lo político”)- a consideración de sus compatriotas.
Si así son las cosas, el AMLO relativamente apaciguado volverá a descubrir muy pronto su verdadero rostro. El rostro del autoproclamado justiciero y redentor que viene a limpiar la política y a acabar con la desigualdad. El rostro del outsider que ha venido a derrotar de una vez y para siempre a las fuerzas del establecimiento (“a los mismos de siempre”), no obstante estar haciendo política y ejerciendo cargos públicos de hace más de un cuarto de siglo. El rostro del restaurador nacional que, como lo sugiere el nombre de la coalición que lo apoya, aspira a hacer historia -o más bien, hacer de México su propia historia.. El rostro, en síntesis, del populista de siempre, con los riesgos de siempre.
¿Qué hubiera pasado si los líderes políticos mexicanos hubieran hecho las cosas distintas? ¿Si las instituciones republicanas no hubieran perdido la confianza y la credibilidad de los mexicanos? ¿Si los partidos políticos hubieran sido capaces de cumplir su papel como vasos comunicantes entre la ciudadanía y el sistema político? ¿Si la generación de nueva riqueza hubiera potenciado la consolidación de una más amplia y más autónoma clase media? ¿Si la ciudadanía hubiera hecho también la parte que le corresponde?
Habría que acudir al Ministerio del Tiempo para contestar estas preguntas. Sólo para saber, desde luego. Porque guste o no, la historia es la que es y no una cosa distinta.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales