Ya ha corrido mucha tinta a propósito del discurso sobre el estado de la Unión pronunciado la semana anterior por el presidente Donald Trump ante el Congreso. Se ha dicho que sonó casi presidencial (un avance notable, aunque probablemente una excepción que simplemente confirma la regla). Que estuvo lleno de medias verdades, sobre todo en relación con la situación económica, cuyo florecimiento difícilmente es mérito suyo y que en buena medida refleja una tendencia positiva que venía produciéndose hace varios años. Que abundó hasta el abuso en las anécdotas de los “héroes cotidianos” que invitó a su puesta en escena. Que hizo varias insinuaciones racistas y xenófobas (como es su costumbre). Que enunció muchas metas y objetivos, pero sin detallar cómo lograrlos. Y que calló sobre varios de los temas que actualmente están en el centro del debate público estadounidense.
También calló Trump en materia de política internacional y de política exterior.
Ni una palabra sobre los aliados de Estados Unidos, como si America First fuera al mismo tiempo America Alone (algo su asesor económico, Gary Cohn, trató de desmentir semanas atrás en Davos). Ni una palabra sobre los derechos humanos y el estado de la libertad en el mundo -más allá de su alusión a la “crueldad” del régimen norcoreano. Ni una palabra sobre la economía global, de la que parece estar desentendido, obsesionado por negociar “mejores acuerdos”- lo que quiera que eso signifique. Ni una palabra sobre las instituciones internacionales y la gobernanza global, salvo por su apuesta por el “poder incontestable” de Estados Unidos para mantener su seguridad, y el anuncio de que para ello impulsará la renovación del arsenal nuclear (en lo que algunos analistas anticipan que será una nueva carrera nuclear). Silencio absoluto sobre el cambio climático.
Silencio también sobre Medio Oriente, a no ser por su referencia al reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, que su administración usará como criterio para identificar a los “amigos” de Estados Unidos. Con razón, como lo señaló el columnista Max Boot en las páginas del Washington Post, “Después del (discurso sobre el) estado de la Unión, la política exterior de Trump sigue siendo un misterio”… Una política exterior que, tras un año en la Casa Blanca, a juicio del profesor Stephen Walt, no ha sido más que “ruido y furia que nada significan”.
Silencio también sobre América Latina, que sigue ocupando un lugar muy marginal en la agenda exterior de Washington (lo cual tiene tanto de largo como de ancho); a no ser por la mención de Cuba y Venezuela, puestos al lado de Irán y de Corea del Norte en el selecto club de adversarios de Estados Unidos (¿?).
Un silencio que coincide con la primera gira por la región del Secretario de Estado, Rex Tillerson, desde que asumió la jefatura de la diplomacia estadounidense. Visita que, por otro lado, no compensa el hecho de que a la fecha la administración Trump no haya designado en propiedad un Secretario Adjunto de Asuntos Hemisféricos, cargo que permanece en la interinidad. Visita que ojalá despeje la inusual incógnita sobre la participación del presidente Trump en la VIII Cumbre de las Américas, que se celebrará en Lima el próximo mes de abril. Visita en la que, al abordar el tema de Venezuela, Tillerson debería explicar el desinterés de Washington frente a las iniciativas que han venido impulsándose en la OEA, y su ausencia en el Grupo de Lima, el conjunto de países que más enérgicamente se ha pronunciado contra la tiranía de Maduro, las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, y la farsa en que se han convertido las elecciones en ese país.
Y por lo que respecta a Colombia, una visita que pondrá en evidencia que las preocupaciones de Washington sobre el incremento del narcotráfico y sus reservas sobre la implementación del Acuerdo con las Farc no han hecho más que aumentar desde la visita de Santos a Trump en mayo del año pasado.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales