VIVIAN MURCIA G. | El Nuevo Siglo
Viernes, 6 de Julio de 2012

Elefantes blancos en las sociedades

La más reciente película del argentino Pablo Trapero, presenta la complejidad de la vida marginal en una villa bonaerense. Una cinta visceral que, aunque tiene el mérito de dialogar directamente con una realidad, se queda corta en abordar los conflictos íntimos de sus héroes cotidianos.

 “Todas las sociedades tienen elefantes blancos”, aseguró la actriz argentina Martina Gusmán, quien junto a Ricardo Darín y Jérémie Renier protagonizan la película Elefante blanco de Pablo Trapero.

 “Esos elefantes blancos que se implantan en las zonas pobres de las ciudades”, enfatizó la actriz durante el preestreno de la cinta en Madrid,  refiriéndose a aquellas construcciones urbanísticas poco planeadas que representan todo lo que falta por hacer en una ciudad; lo que queda incompleto en la consolidación de una sociedad equilibrada en términos sociológicos.

La película toma su nombre del edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la historia argentina, proyectado en 1937 e ideado para ser el hospital más grande de América Latina.

La obra -como pasa con muchos sueños latinoamericanos- nunca llegó a terminarse, sólo fue idea, y actualmente persiste como un esqueleto emblemático de un oscilante compromiso de los distintos gobiernos hacia los más desposeídos.

En esa locación, adaptada por la producción, transcurren partes fundamentales de la película.

La crudeza de una realidad marcada por la pobreza, el racismo, la violencia y la delincuencia ya suelen ser un sello de Trapero, quien logra, esta vez, adentrarse en los rincones de la realidad de una villa miseria, que representa a la población que habita esa especie de capa oculta de Buenos Aires.

Pero la cinta de Trapero va más allá del retrato social. Utiliza este contexto para enmarcar una historia más humana, protagonizada por Gerónimo (Jérémie Renier) y Julián (Ricardo Darín), dos sacerdotes católicos, o “curas villeros”,  que decidieron dedicar su vida a los más pobres.

La película tiene la valentía de adentrarse en un lugar inclemente.  Si bien es cierto que ya se ha hecho bastante cine latinoamericano que se adentran en las miserias de las ciudades -casos memorables como el de Víctor Gaviria en La vendedora de Rosas- no se niega el mérito de Trapero en meter la cámara donde esta no suele meterse y darle agilidad a la narración. Una cuestión que escrita parece fácil pero producirla es muy difícil.

Haciendo uso de planos secuencia, la película recorre un laberinto de chabolas y callejones empedrados y polvorientos que son escenario múltiple tanto de una balacera en la noche, de una protesta violenta, como de una misa o una fiesta popular colorida.

La cinta goza de un interesante despliegue técnico. La cámara al hombro ayuda a que el espectador se sienta parte de la escena, la visceralidad de las muertes violentas en medio de un silencio frío hablan por sí solas. Trapero logra el hiperrealismo al que tiende el cine sobre las miserias de Latinoamérica.

Resultan interesante las largas tomas que enseñan desde los detalles de los tejados inconclusos de las chabolas bonaerenses hasta la sombra de aquellos edificios de máximo confort que le dan la espalda.  La justa representación de las clases sociales siempre cerca, siempre simbióticas, jamás mezcladas.

Elefante blancoempieza y termina de la misma manera: sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y la música; hay gemidos, rezos o llantos en vez de palabras. La mirada visceral es lo fundamental. 

Existe el marco, se desarrolla el contexto, nos hacemos a la idea de la complejidad de los problemas sociales, de las dudas internas de los hombres, pero no nos llegan para nada las reflexiones sobre los conflictos íntimos de sus héroes cotidianos.