Preparados con alma de niños en la Novena precedente, llegamos hoy a la gran noche iluminados por el astro esplendente del Hijo de Dios hecho hombre, reclinado en las pajas de un humilde pesebre. Millones de humanos experimentaremos en esta noche santa, bien cantada como “noche de paz, noche de amor”, la más grande alegría del año, al sentirnos cerca de un Niño, que es Dios y hombre, nacido de una Virgen encantadora llamada María, acompañada del solícito esposo “llamado José” (Lc. 1,26-27). Sentiremos al vivo que pronto los cielos mismos proclaman, por los ángeles, que este hecho causa allá jubilo y alegría, que la experimentarán, igualmente, los humanos que con sencillez y alma pura, con “buena voluntad”, adoren este prodigio magno del amor divino. (Lc. 2,14).
Nos encanta divisar paisajes bellos, nos pulsan las cuerdas del alma composiciones musicales armoniosos, nos colma el espíritu experimentar gestos de bondad hacia nosotros, o hacia niños o dolientes. Todo ésto se acumula ante hechos de bondad infinitiva, propiciados por Dios, y acogidos por personas tan selectas como María y José, prodigando amor y ternura a ese pequeñín Jesús, nacido en extrema pobreza, colocado en la canoa do se alimentan animales. En la primera Navidad exultan de gozo los padres de Jesús, los ángeles del cielo y los humildes pastorcillos de la campiña de Belén, y, hoy disfrutaremos de similares emociones quienes, en nuestras casas, en veredas o barrios, o en los templos, demos acogida al divino Salvador, “el Mesías el Señor” (Lc. 2,11).
Varios hechos han partido en épocas distintas la historia de la humanidad. Allí están los constatados orígenes del surgir de la China, el inicio del pueblo de Israel con Abraham, la liberación de ese pueblo de la esclavitud de Egipto, el reinado del connotado David que deja una progenie de la cual nace Jesús, la fundación de Roma, los inicios de imperios que han dominado amplias regiones del mundo. Pero una vez que hace su entrada en la historia de la humanidad el hecho sin igual de la venida del Hijo de Dios, que se encarna y se hace partícipe de la familia humana, que en cierto momento gran parte de los habitantes del planeta reconocen su sin igual importancia, se da un vuelco total a la cronología humana, y se comienzan a contar los años desde “antes de Cristo” (a.C.) y “después de Cristo” (d.C.).
No faltarán, entre quienes obcecadamente les fastidia que se destaque lo religioso, que quisieran tomar como partida otro hechos, y lo intenta en su momento Napoleón Bonaparte, pero es tal el peso y grandiosidad del hecho de la presencia de Jesucristo, la aceptación de su personal importancia, por tantos millones, como Hijo de Dios, y tan grande el benéfico influjo de su mensaje en todo el orbe, que pasarán milenios antes que los calendarios tengan otro motivo considerado como superior para sustituirlo.
Frente a tal magnitud del hecho, ante el indecible gozo de una Navidad celebrada en torno al pesebre, con rústicos y sencillos canticos, algo que introdujo en el mundo “el mínimo y dulce Francisco de Asís”, optaremos por este estilo de celebración, y ofreceremos al divino Niño lo mejor de nuestra vidas, con anhelo de responder a su infinito amor. Los villancicos, nuestra oración llena de amor y de ternura hacia Él y sus preciosos padres, nuestro arrepentimiento de todos nuestras faltas que le hirieron más que las pajas del pesebre, con nuestra vida de gracia, que es participación de la vida de Él en nosotros, será cuanto nos haga llorar de alegría. Los ángeles del cielo, los pastorcitos que le llevan requesón y pan, el tamborilero que le lleva “el son de viejo tambor”, son apenas la antesala de nuestras ofrendas, que, como las de ellos, nos harán palpar, con regocijo, que a nosotros también “Dios nos sonrió”.