Por siempre Caballé | El Nuevo Siglo
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Domingo, 4 de Noviembre de 2018
Emilio Sanmiguel

DE los españoles heredamos los latinoamericanos una cosa provinciana muy difícil de corregir, que se evidencia en esa manía de engrandecer lo que es pequeño y minimizar lo que no lo es.

Mañana se cumple un mes de la muerte de la gran soprano catalana Montserrat Caballé. Tenía a sus espaldas una de las carreras más deslumbrantes de la historia del canto: casi cuarenta años en la cresta de la ola. Se mantuvo en los escenarios prácticamente hasta el último minuto, aunque sus últimas actuaciones, naturalmente, no estuvieron a la altura de los años de gloria.

Sin embargo, esas últimas apariciones suyas, hicieron inevitable recordar lo que dijo Stendhal en el siglo XIX cuando vio, ya en el final de su carrera, a Pauline Viardot: “La voz era una ruina, pero eran las ruinas de Atenas” .Viardot, hija de Manuel García, que cantó el estreno del Barbero de Sevilla y hermana de María Malibrán,  fue una de las más grandes estrellas del canto de todos los tiempos, era más que una cantante y fue respetada por todos sus contemporáneos.

Ocurrió lo mismo con la Callas cuando después de su retiro hizo su última gira de conciertos: muchos entendieron que no se trataba de ver el fenómeno de drama y canto que enloqueció hasta el delirio al público de la Scala y todos los grandes teatros del mundo. Se trataba era de contemplar algo que iba más allá de la música.

Algo similar había en esas últimas apariciones de la catalana. Ya los años habían disminuido sus capacidades físicas; la voz había perdido el brillo de los grandes años y hasta la afinación resultaba vacilante, pero había algo más, algo que venía de sus atavismos de gran artista, que inspiraba respeto. Pero eso no lo entendieron algunos en España, que para despedirla prefirieron mejor recordar los problemas que tuvo con el fisco de su país o su participación en un mensaje de publicidad de la Lotería española. Evidentemente no fueron capaces en ese momento de mirar su pasado glorioso.

Pero eso en realidad no es importante. Porque en la madrugada del pasado 5 de octubre, Caballé, la catalana más universal de todos los tiempos, dio el paso definitivo hacia la eternidad. No como leyenda, sino como realidad, porque queda el testimonio de su arte, no como la Leyenda de la Viardot sino como ocurre con la Callas: quedan sus discos

Los años del conservatorio

Nacida en el seno de una familia de escasos recursos, Caballé se acercó a la música por la afición que tenían sus padres, Carlos, su padre, era un buen aficionado y Ana, su madre, sabía tocar el piano. Cuando fue evidente que su talento era descomunal -eran los años de la posguerra- sus padres resolvieron pedir ayuda a los Bertrand, una familia que finalmente sufragó los costos de su formación en el Conservatorio del Liceu de Barcelona.

Fue allá donde ocurrió el primer milagro. Su madre, para que no la rechazaran como alumna, dijo que la niña tenía 15 años, cuando en realidad tenía 13. El milagro ocurrió porque el Liceu contaba entonces con dos maestras excepcionales, sopranos: Eugenia Kemmeny, una húngara, y Conchita Badía, una cantante legendaria.  Kemmeny, además de cantante, había sido atleta en su país y medallista en atletismo, fue ella quien le enseñó la técnica de la respiración. Badía estaba ligada a la historia de la música española, había conocido a los grandes compositores, como Falla y Granados, que incluso habían escrito obras para ella: fue la encargada de enseñarle el refinamiento musical.

Actuaban a dúo: Badía le explicaba la manera como debía resolverse una frase musical, en tanto que Kemmeny observaba la partitura y advertía en cual nota había que respirar -tomar fiato se dice en el mundo del canto- y  a partir de cual nota debía empezar a utilizarlo, para llegar al final con sobra de fiato, justamente lo que hacen los grandes atletas.

Del resto se encargó su padre, que la esperaba a su regreso del conservatorio para oír sus progresos. Su hija lo adoraba y le complacía. Cuando terminaba de cantar  la felicitaba y enseguida le pedía que cantara lo mismo, pero como Miguel Fleta. Carlos Caballé era fanático del canto de Miguel Fleta, que hizo el estreno mundial de Turandot de Puccini en la Scala de Milán y era famoso por sus Pianissimi. Monserrat se empeñó en complacerlo, y seguramente sin pretenderlo, desarrolló una técnica de Pianissimi sin antecedentes en la historia: Es cantar con el filado reforzado, que permite frasear, le oí decir en Cartagena en 1987, cuando vino a Colombia para hacer un recital en el Centro de Convenciones.

Caballé logró así desarrollar una técnica que puso al servicio de la música y de la expresión.

Una crisis y una noche histórica

Su carrera, al contrario de lo que pudiera pensarse, no empezó en España, sino en Suiza primero y en Alemania después. Cantaba prácticamente todas las noches en teatros que funcionaban como máquinas perfectamente lubricadas. En esos teatros fue construyendo un repertorio inmenso. Pero esa realidad la desilusionó profundamente. Sentía que había dedicado toda su vida a algo que le resultaba rutinario. Empezó entonces a meditar abandonar la carrera. Su hermano menor, Carlos, la disuadió. Le pidió que le permitiera intentar representarla. Ella accedió, aunque en el fondo de su corazón pensaba regresar a España y convertirse en auxiliar de hospital: Incluso ya había estudiado un poquito, dijo en Cartagena.

Dos meses más tarde su hermano le dijo que le había logrado compromisos en España y en Italia: al diablo la enfermería, renunció a sus contratos en Suiza y Alemania y, a partir de ese momento, dejó que su hermano se encargara de todo. Antes de un año ya actuó en el estreno de El pesebre de Pablo Casals.

Entre esos contactos hubo uno, que ella aceptó: servir de reemplazo de la, entonces soprano, Marilyn Horne, en una representación de Lucrezia Borgia de Gaetano Donizetti en el Carnegie Hall de Nueva York. La mañana del 20 de abril de 1965 la Horne, por razones de salud canceló. Caballé, una perfecta desconocida en el mundo internacional de la ópera la reemplazó. Al final del primer acto el teatro se derrumbó con los aplausos que la consagraron. La prensa neoyorquina se rindió ante la evidencia del nacimiento de una cantante cuyo arte apenas atinaron a describir como la mezcla entre lo mejor de la Callas y lo más excelso de la Tebaldi.

La carrera discográfica

Al año siguiente la RCA llevó al disco la Lucrezia Boirgia. La grabación se realizó en Roma, Jonel Perlea dirigió la orquesta de la RCA Italiana con un elenco inolvidable: el tenor Alfredo Krauss como Gennaro y la mezzosoprano Shirley Verret en la parte de Orsini. Así su voz se hizo familiar para los melómanos del mundo entero. Es una grabación que aún no ha podido ser superada, y que permite imaginar el porqué del triunfo en Carnegie Hall. Creo haberlo escrito decenas de veces, pero oír el concertante del Acto I es algo de lo cual ningún aficionado a la ópera y al canto debería privarse: en la ópera los amigos de Gennaro descubren a la Borgia, uno a uno le recuerdan sus crímenes; sobre el abigarrado conjunto de los solistas y el coro, Caballé ataca un pianissimo que sostiene y flota sobra sobre todo el conjunto, el control de la respiración no es cosa de este mundo y le imprime a la escena un dramatismo que, sencillamente, está en la historia del disco.

El asunto es sencillo, en apariencia: el micrófono amaba la voz de la catalana y las casas discográficas se peleaban el honor de tenerla encabezando los elencos de sus producciones: Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi, Puccini, Strauss. Cantó casi un centenar de óperas a la largo de su vida

El pasado 5 de octubre se despidió de este mundo y dio el paso definitivo a la eternidad. Los españoles, con el tiempo, seguramente caerán en cuenta de que, efectivamente, ¡fue una grande!