Retratos de un García Márquez sin fama y sus ocho amigos | El Nuevo Siglo
Guillermo Agudelo, periodista, fotógrafo documentalista y escritor, fue crítico de cine, director y fundador del periódico Ciudad Viva y Cónsul General de Colombia en Barcelona.
Foto cortesía
Domingo, 9 de Mayo de 2021
Redacción Cultura

A partir de recuerdos de las conversaciones más íntimas que Guillermo Angulo tuvo con el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez se construyó Gabo + 8, una compilación de retratos no solo del escritor colombiano, sino también de ocho de sus amigos.

“Este es el libro de un memorioso que ha alimentado su vida contando historias y atesorando anécdotas propias y ajenas. Y claro, sobre todo ha pasado su vida haciendo bellas y memorables fotografías, cuidando orquídeas con sus pulgares, queriendo a los suyos de manera insobornable y, algunas veces, conspirando para que sus amigos se quisieran más”, afirma el Grupo Planeta, sello editorial del libro.

Angulo fue uno de los amigos más cercanos a Gabriel García Márquez, a quien conoció en París en el año 1957, amistad que duró 54 años, hasta la muerte del escritor. Por lo tanto, tuvieron tiempo de intercambiar ideas en innumerables ocasiones. Fue así como Angulo llegó a saber más cosas de él que muchas otras personas y las cuenta con un gran sentido del humor en este ejemplar, que se lanzó este mes.



En el libro los lectores se van a encontrar con un Gabo íntimo, anterior a la fama, cuando era un ciudadano de a pie y escribió sus primeras obras, además con ocho amigos entrañables que lo acompañaron en su camino.

Para estar más cerca a estas memorias de Guillermo Angulo EL NUEVO SIGLO le trae un fragmento de Gabo + 8:

“VENDRÁ LA MUERTE... «¡Q U É P U TA T R I S T E Z A!»

Cuando Gabriel José de la Concordia García Márquez murió, el 17 de abril de 2014, hacía rato que estaba muerto. Desde tiempo atrás se había venido muriendo de a poquito, de recuerdo en recuerdo, de olvido en olvido, de imagen en imagen, de palabra en palabra, en un indefinible lapso que duró un poco más de diez años. Finalmente llegó el vacío de las palabras y los recuerdos, que son la vida. Gabo, cuando era tan memorioso como Funes, había dicho: «La vida misma ¿no era también una invención de la memoria?».

El alzhéimer —difícil de distinguir de la demencia senil y otras enfermedades parientes— es la forma más cruel de muerte lenta. Sentir que se van borrando las fotografías como si hubieran sido mal fijadas, ver disolverse las formas de los seres más queridos, confundir sus nombres hasta olvidarlos por completo y notar que los recuerdos van disminuyendo, al revés: primero los más cercanos, lo que pasó apenas hace unos minutos, para al final quedarse también sin la compañía de los más antiguos. Vienen a la superficie canciones olvidadas, guardadas en el viejo desván de la niñez y la juventud, mezcladas con antiguos poemas de amor y citas de la Commedia de Dante, fotos amarillentas y versos de Neruda o de De Greiff, extraviados en los sombríos vericuetos de la memoria.

Por la pérdida de las nociones espaciales y temporales, no saber dónde se está, si es de día o de noche, en la ciudad o en el campo, si se acabó de almorzar, ni qué fue lo que sirvieron, ni en compañía de quiénes estuvo comiendo hace cinco minutos. Al final solo quedan detritus de la memoria, y la memoria es la vida.

La primera vez que Gabo notó una pérdida importante de su memoria (no aquello recurrente de «¿dónde dejé las llaves?, ¿han visto mis gafas? o, ¿cómo es que se llama el actor de esta película que me gusta tanto?») fue en una Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Le dijo a un amigo cercano, sentado junto a él: «Todos esos rostros me son familiares, pero no puedo poner debajo de sus caras un letrerito con el nombre».

Un escritor muere desde cuando ya no puede escribir, o cuando aún puede, pero no sabe organizar, editar, o juzgar sus propias creaciones. Me lo subrayó Santiago Mutis al contarme que, unos ocho años antes de la muerte de Gabo, le preguntó a Álvaro —su padre— si García Márquez podía seguir escribiendo. «Sí puede —contestó Mutis— pero ya no es capaz de organizar lo escrito». También, cinco años antes de su muerte, yo me di cuenta de que agonizaba. Agonizar no es morir; es luchar contra la muerte.



Cuando un día antes de llegar Gabo al final de su vida sonó el teléfono de mi estudio; pensé que era uno de mis hijos, los únicos que persisten en llamarme. Era Rodrigo, el hijo mayor de Gabo, quien sin preámbulos me dijo: «De mañana no pasa. El cáncer resucitó y está todo invadido. Hemos decidido traerlo a casa, para que muera tranquilo, en su ambiente».

Alessandro, mi hijo mayor, consiguió un pasaje y me dijo: «Váyase mañana a México a ver si alcanza a decirle adiós a su amigo». Al día siguiente, 17 de abril de 2014, tomé el avión a México. Llegué al aeropuerto a la 1:15; Gabo había muerto entre las doce y las doce y media y cuando se fue, su música preferida ya había dejado de sonar desde una hora antes.

Como las puertas y ventanas de esa habitación estaban completamente abiertas, cuando sonaba la música se dejaba oír en toda la casa. Sí, cuando murió ya no había música, como si su amigo Rafael Escalona en lugar de cantarle su famosa «Elegía» —que a Gabo tanto le gustaba— lo hubiera querido despedir en silencio.

No alcancé a verlo vivo, pero sí a darle al por una vez impávido cuerpo —que más que muerto parecía dormido— un beso de despedida.

Veinte minutos antes, al llegar a la casa de los Gabos, Fuego 144 en el Pedregal de San Ángel (en el entonces Distrito Federal), la calle estaba asediada de periodistas, incluyendo amigos personales de Gabo, tratando de entrar y de hablar con alguien de la familia. Pero la «Cortina Amarilla» que defendía la fortaleza de piedra era inexpugnable. Entre los periodistas uno mostraba un periódico popular, que acababa de salir y tenía en la portada un retrato de Gabo haciendo pistola, titulado con esta frase en tipos enormes: «¡Qué puta tristeza!».

Todos miraban con envidia a este intruso desconocido (solo Darío Arizmendi supo quién era yo, y me saludó), al que le abrieron la puerta principal, lo saludaron como conocido e ingresó como a su propia casa.

Apenas entré le di primero un fuerte abrazo a Mercedes y enseguida otro a Rodrigo, quien me dijo: «Qué bueno que viniste, Anguleto, porque así se reparte mejor la tristeza».

A los que iban entrando (no fui la excepción) la Gaba les decía, a manera de impertinente recepción: «En esta casa está prohibido llorar, y el que quiera llorar se tiene que salir». La Gaba había adquirido un tono imperativo, que antes no tenía. Bonita bienvenida, con echada incluida”.