No es esta, desde luego, la primera vez que se expide en el país el Presupuesto General de la Nación por decreto presidencial. De hecho, a través de la historia de la democracia, tanto nacional como internacional, es la expedición del presupuesto el punto más sensible en materia política, pues se trata del dinero de todos los asociados en un territorio dado y por eso es el Congreso el que autoriza, modifica o deniega las solicitudes del Ejecutivo.
En Colombia, por ejemplo, una de las discusiones más dramáticas sobre el presupuesto se dio en épocas del general Rafael Reyes, presidente conservador en 1904. A las discusiones parlamentarias de la ley presupuestaria de entonces, el gobierno añadió, tanto una serie de facultades extraordinarias de carácter financiero como el incremento generalizado de tarifas y la creación de impuestos, en medio de una crisis económica sin precedentes fruto de la llamada Guerra de los Mil Días, la pérdida del departamento de Panamá, una espiral inflacionaria desbocada como nunca y una hecatombe sanitaria a raíz de la lepra incontenible suscitada en el transcurso de la conflagración civil previa.
Se trató, pues, de lo que hoy podría denominarse una “ley de financiamiento” paralela al debate del presupuesto que, sin embargo, el Congreso vio excesiva y que llevó a la profundización de la división conservadora, partido que contaba con una preeminencia más que holgada en el hemiciclo parlamentario. Como, en efecto, se hizo imposible llegar a un punto de encuentro entre las dos facciones principales del conservatismo que se repartían las mayorías en Cámara y Senado, el presidente Reyes, pese a las prórrogas de las sesiones, decidió de modo intempestivo cerrar la rama legislativa. Con ello asumió la dictadura, se inventó una Asamblea que de inmediato dio curso de aparente legitimidad a sus decretos fiscales y confinó, destituyó o desterró a los opositores más destacados del ala conservadora adversa.
Para no incurrir en estas insólitas circunstancias el país fue paulatinamente mejorando los aspectos institucionales en materias presupuestales, fiscales y monetarias. Así se llegó a la Constitución de 1991, en la que existen capítulos extensos y expresos que componen la legislación sustancial correspondiente y que, posteriormente, se desarrolló en normas de trámite especial. Entre ellas, por descontado, la ley orgánica de presupuesto. En esta, como se sabe, el Ejecutivo puede expedir el presupuesto en los mismos términos del presentado al Congreso si este no lo discute y aprueba dentro de las fechas precisas y el tracto legislativo señalado en el estatuto respectivo. Como se conoce, en medio de las discrepancias por los montos y los rubros desfinanciados no se llegó esta semana a ningún punto de encuentro entre ambas ramas y el presupuesto de 2025 será emitido por decreto presidencial. Por lo demás y, por lo pronto, un presupuesto desfinanciado en 12 billones de pesos supuestamente a enjugarse con una “ley de financiamiento” ya presentada y que, de acuerdo con lo visto, merodea en el Parlamento con un futuro cuando menos incierto. Finalmente, el presupuesto que se adopte tendrá en todo caso que obedecer a lo que dispongan los congresistas sobre la financiación extraordinaria.
En principio, no es buena noticia para el país que los operadores políticos, tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo, hayan sido incapaces de llegar a algún tipo de consenso en asunto tan delicado e importante. Pero también son claras las diferencias existentes luego de que al gobierno actual el Parlamento le hubiera otorgado la reforma tributaria de mayores rubros en la historia colombiana, las conocidas deficiencias en la ejecución presupuestal, la carencia de recaudo por la anemia económica, el inusitado desborde de los gastos de funcionamiento, el demagógico ensanchamiento estatista y las intenciones de cambio en la regla fiscal que, no obstante, hasta ahora ha servido al país para conservar la credibilidad frente a los agentes prestamistas internacionales y la inversión extranjera.
Por su parte, las discusiones del presupuesto suelen ser de alto calado en todos los países, especialmente en Estados Unidos, donde la manga ancha con el Ejecutivo no es habitual entre los dos partidos e incluso los debates llegan a límites no tan infrecuentes en los que se discuten las partidas aún a costa del funcionamiento administrativo de la Casa Blanca. Al contrario, hace no muchos meses en el Reino Unido una primera ministra hubo de renunciar casi en el término de la distancia desde su posesión por una rebaja de cargas impositivas con la que ni siquiera estuvo de acuerdo la mayoría del partido torie al que pertenecía. En suma, las tensiones sobre el Presupuesto General de la Nación son normales y a veces resultan tan inauditas como las que hoy se viven en España a raíz de tratar de mantenerse el socialista Pedro Sánchez en el poder acaballado en una frágil coalición con los separatistas catalanes y vascos, al socaire de la compraventa de sus votos en la discusión presupuestal.
Con la expedición del decreto presidencial del presupuesto de 2025 la Casa de Nariño tendrá obligatoriamente que sincerar las finanzas oficiales, con el debido escrutinio público, el control político del Congreso y las funciones pertinentes de los tribunales. Al menos es lo que queda después de evitar el consenso y asentarse tercamente en una cifra inexistente.