Victoria, una vaca de pelaje castaño y manchas negras, muge con fuerza. Su mirada apunta a la casa blanca de columnas y puertas negras, tejas de barro y chimenea, ubicada en la vereda Carapacho del municipio de Chiquinquirá (Boyacá).
“Debe tener sed”, dice Blanca Inés Jiménez Murcia, la dueña del semoviente, una campesina laboriosa de 62 años que camina un par de metros entre el pastizal verde que rodea su vivienda.
De repente, con su mano izquierda saca del pasto un balde blanco oculto como si se tratara de un acto de magia. Luego, marcha presurosa al lado derecho de su casa donde está un tanque azul claro con el logo de la CAR y un letrero grande blanco que dice “Lluvia para la vida”. Allí abre la llave y recoge el líquido para que beba su vaca mimada.
Cuando el agua sobrepasa la mitad del balde, cierra la perilla naranja instalada en la parte inferior de este aljibe que sirve para almacenar 1.000 litros. Desciende despacio por una corta pendiente. El cantar de los pájaros, el ladrido de un par de perros y el silbido del viento acompañan su andar.
Victoria, que está atada a una gran estaca con un lazo blanco, delgado y roído, intensifica su mugir a medida que Blanca se aproxima.
“Hola, señorita”, dice la dueña mientras le acaricia el tuste. La mujer menuda, de tez morena, ojos negros y cabello con visos plateados, vierte el agua en otro recipiente; de pronto se escuchan sorbos y lengüetazos que navegan en el balde como si el animal llevara años en el desierto.
Esta vaca es privilegiada, si se tiene en cuenta que muchos habitantes de la región no pueden acceder tan fácilmente al preciado líquido.
Así lo revela una investigación de Roxana Infante Veloz y Lina Manuela Castillo Gómez publicada en 2020 por la Corporación Universitaria Minuto de Dios (Uniminuto), según la cual las pocas fuentes de abastecimiento, la baja presión, el mal estado de la red de acueducto y alcantarillado y la mala planeación impiden que la “Ciudad Mariana de Colombia” garantice un óptimo servicio a sus habitantes.
“Hace unos 40 años íbamos con mis hermanos y mis papás a sacar el agua de una quebrada. La echábamos en cantinas y la transportábamos en burro hasta la casa. Cansado de esa trasteadera, un día mi padre decidió construir un pozo en la finca. De ahí sacábamos el agua para todo: cocinar, lavar la ropa y las ollas, usar en el baño y darle de beber a los animales, aunque a veces no alcanzaba para ellos. Eso me afectaba mucho”, recuerda Blanca mientras camina hacia la cocina, una de esas típicas de campo con una estufa de carbón hecha con ladrillo rojo y fogones de hierro. Huele a leña, a tinto.
En tres pocillos pequeños Blanca sirve el café. De repente hace una pausa y cuenta que el agua del pozo no les caía bien y les generaba algunas enfermedades a pesar de que la hervían por un buen rato.
“Con el tiempo nos acostumbramos y cogimos defensas”, rememora esta madre de dos hijos mientras toma con sus dos manos la bandeja de flores rojas y se dirige hacia el lugar en donde están sus invitados.
El clavo y la pizca de anís que le agregó al tinto potencian su sabor y terminan de aromatizar el aire fresco que se entremezcla con el olor a eucalipto y el fondo del cielo azul claro, en una escena propia de un cuadro costumbrista.
“Con la construcción del acueducto en esta zona hace cerca de 15 años las condiciones mejoraron. Sin embargo, aún son insuficientes pues solo tenemos acceso al agua cada ocho días por lapsos de cinco a seis horas. Durante ese tiempo debemos almacenar la mayor cantidad posible”, dice.
A renglón seguido afirma que el 19 de enero de 2021 las cosas cambiaron para ella, su esposo y la hermana con quienes vive actualmente en la finca, porque entraron al grupo de 25 mil beneficiados con la estrategia pedagógica “Lluvia para la vida” que la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR) promueve en Chiquinquirá y otras regiones de su jurisdicción.
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Uno de sus invitados, Juan Sebastián González Russi, ingeniero ambiental de la CAR, sopla insistentemente su café. Su exquisita mezcla de sabores lo cautiva. Quiere beberlo con rapidez, con el mismo ímpetu que Victoria lo hizo con el agua del balde; sin embargo, por un instante le da tregua al tinto para contar que el kit de recolección de agua lluvia que le entregaron a Blanca estaba compuesto por canales, un tanque de almacenamiento y todos los accesorios para su instalación.
“Ella es un ejemplo del uso de esta herramienta de almacenamiento de agua. Pone en práctica todos los conocimientos de la formación que le brindamos a la población”, resalta Juan Sebastián mientras la observa con orgullo y el humo del café empaña los lentes de sus gafas negras.
Blanca Inés sonríe. Los halagos la hacen sonrojar, pero su timidez no es un obstáculo para explicar cómo esta herramienta tan sencilla transformó su vida.
“A nosotros nos beneficia mucho porque yo le conecto una manguera a la llave del tanque para llenar el lavadero y la poceta en la que toman agua Victoria y las otras vaquitas que tengo más abajo. El líquido del lavadero lo uso para lavar las cantinas, las ollas, la ropa y para trapear, mientras que el agua que llega por el acueducto la utilizo para cocinar, lavar la loza y los baños”, dice.
Blanca también almacena en el tanque de “Lluvia para la vida” que le entregó la CAR, agua que le da a Beethoven, su perro; a un gato y a una gallina que también la acompañan en su hogar.
Como ella, más de 400 personas de la vereda Carapacho en Chiquinquirá han sido favorecidas con esta estrategia de la CAR, entidad que este año entregará 15 mil kits de recolección de agua lluvia a los habitantes de las zonas rurales de los 104 municipios que hacen parte de la jurisdicción de esta Corporación.
“Lluvia para la vida es una bendición para todos nosotros. Es importante que la CAR tenga en cuenta a la gente del campo, como lo está haciendo”, dice Blanca Inés antes de despedirse y adentrarse, junto a Victoria, en el valle multicolor de esta vereda boyacense, donde sus habitantes esperan que algún día el suministro permanente de agua deje de parecer un truco de magia.