Hay una disfunción sumamente interesante llamada afantasía, y es más común de lo que parece.
Consiste en que la persona pasa a ser incapaz de construir imágenes mentales, es decir, de imaginar plenamente.
Semejante desgracia se hace aún más traumática cuando se extrapola a la vida política.
Puesto que impide recordar eventos significativos, la afantasía política implica que los gobernantes que la padecen viven en una profunda y permanente confusión histórica.
Asimismo, mezclan, indiscriminadamente, conceptos e ideologías, fragmentos de la realidad y prejuicios de resentimiento.
En consecuencia, meten en un solo saco a los delincuentes y los jueces; a los criminales y las fuerzas del orden; a los dictadores y los demócratas; y a los anarquistas los confunden con los defensores de las libertades públicas e individuales.
Concretamente, la afantasía política impulsa a los dirigentes que la padecen a cobrar venganza sin saber exactamente por qué; a dar órdenes incoherentes a sus subordinados, y a perseguir a la justicia para evadir sus responsabilidades personales, o familiares, porque su mente funciona como una nebulosa, sin saber exactamente qué es verdad y qué es mentira.
Por ende, los líderes políticos presas de ese desorden interpretativo del mundo viven en un clima de pendencia permanente, afectando los intereses nacionales sin mostrar recato alguno y comprometiendo los recursos en aventuras delirantes con las que piensan domesticar las costumbres de sus antagonistas.
Un día sí, y el otro también, inventan iniciativas deshilvanadas tan solo para sembrar desconcierto.
Y en medio de tal desazón, lo que logran es encubrir su incapacidad para resolver problemas concretos, con lo cual, muy frecuentemente, se abstraen; escapan de la realidad en una especie de ausentismo ancestral, místico y contemplativo.
Lo peor de todo es que la afantasía política tiene su antónimo, sin el cual no puede comprenderse integralmente.
Se trata de la hiperfantasía, desorden que lleva al dirigente por el camino exactamente inverso: el de la imaginación desbordada, ilimitada e incesante, es decir, caótica y populista; bonapartista y cesarista.
En tales casos, el gobernante imagina más de la cuenta, se siente salvador del planeta, cae sucesivamente en metáforas estrambóticas, y sus hipérboles le llevan a sentirse el depositario de la identidad nacional, de las raíces de la convivencia y del origen del Estado.
Quisiera dejar el poder, pero le cuesta pensar que no lo tenga; se excita ejerciéndolo, pero frecuentemente se hastía de él; y aunque es consciente de que está obligado a respetar las leyes, recurrentemente quisiera evadirlas apelando a la aclamación, al loor de multitudes.
En resumen, el principal problema político que tienen las sociedades de hoy, es que muchos de sus dirigentes sufren de afantasía e hiperfantasía políticas al mismo tiempo.
Solo que no lo saben. Solo que ni siquiera sabían que ese problema existía.