La semana pasada fui testigo de un hermoso tributo a la amistad. Mi madre se reunió con sus compañeros de universidad, egresados de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia, en 1966. En estricto sentido, son los compañeros de mi padre, fallecido hace diez años; ella los conoció cuando se enamoró de él, rotando en los hospitales como estudiante de Nutrición y Dietética. Algunos de ellos, además, fueron compañeros de colegio de él y luego estudiaron juntos la carrera. Mis padres se casaron a los pocos días de graduarse y, desde ese momento, estos amigos han hecho parte de la vida de ella y, por extensión, de la mía.
Durante estas seis décadas ‘los muchachos’, como les dice mi madre, han mantenido un estrecho vínculo basado en el cariño, en el respeto a las diferencias y en la solidaridad. Juntos conforman una bella cofradía, como ellos mismos llaman a su grupo, que ha hecho la vida más fácil para todos. Si alguien se enferma, si hay problemas, si se celebra una nueva vida o si alguien muere, ahí están. Desde que tengo uso de razón ellos han estado ahí, siempre.
Al principio se reunían cada diez años, luego cada cinco y, a medida que fueron envejeciendo, decidieron reunirse cada año; pues desde su perspectiva, cada vez se ve más corto el futuro. Siempre que se encuentran reservan un espacio para el intercambio académico, preparan ponencias y hablan de sus investigaciones más recientes; pero también dejan tiempo para contar lo que ha sido de sus vidas, para cantar, para reír, para bailar y para pasear. Son divinos. Su sagrado ritual de encuentro fue interrumpido abruptamente por la pandemia, que se llevó a varios de ellos; así que durante ese tiempo los encuentros fueron virtuales. La semana pasada finalmente, después de cinco años, pudieron volver a abrazarse; y fue muy bello.
En 1966 se graduaron cien. Unos cuantos perdieron por completo el contacto muy tempranamente. Otros, varios, más de los que uno quisiera, fueron muriendo en el camino. Al encuentro de la semana pasada llegaron, junto a sus acompañantes, dieciocho egresados y una egresada, todos mayores de ochenta años. Todos médicos destacados en Colombia y en otras partes del mundo, internistas, nefrólogos, infectólogos, siquiatras, cirujanos, intensivistas, ortopedistas, pediatras y salubristas; por mencionar algunas de sus especialidades.
Sorteando miles de obstáculos y contra sus propias dolencias, llegaron. Nos contaron de los que murieron desde el último encuentro, de los que están muy enfermos y de los que se han recuperado. Dedicaron un espacio importante a recordar quiénes son, de dónde vienen y cuál es la historia que les une. Con cada relato refrendaron su compromiso mutuo y, de nuevo, prometieron estar allí toda la vida. Lo dicen en serio, pensé. Al fin y al cabo, larga o corta, a todos por igual nos queda una vida entera por vivir. Para ellos fue un encuentro muy especial, sin duda; para mí fue una lección de vida con la que me quedo para siempre. Gracias.
@tatianaduplat