Convertirnos en amigos es un regalo maravilloso que nos podemos dar unos a otros. Estamos bendecidos cuando podemos contar incondicionalmente con otra alma compañera. ¿Somos, igualmente, amigos de nosotros mismos?
Quisiera responder que sí. Sin embargo, al revisar mi propia historia me encuentro con momentos en los que no me he tratado con la consideración y el amor que merecen los amigos más queridos. ¿Les ha ocurrido? No se trata de vivir solamente autorreferidos, pensando que somos el centro de un universo donde todo gira a nuestro alrededor; tampoco, de ser autoindulgentes y pasar por alto todas nuestras equivocaciones; menos aún, de llegar al narcisismo, ese que va de la mano de la vanidad y del autoengaño. Creo que el asunto es de sernos fieles a nosotros mismos.
Dejar de practicar la amistad interior es muy fácil y puede ocurrir de diferentes maneras: pereza psicológica, falsificación, eterna victimización o desconocimiento de nuestro propio poder. La pereza de la psique es no pensar en nosotros mismos y poner siempre a los demás por delante; una pregunta frecuente a mis consultantes es la de identificar a las diez personas más importantes en sus vidas: aparecen los padres, los hijos, los amigos, incluso los vecinos, pero ellos mismos están ausentes. ¡No se ven! A veces no nos vemos, creyendo que estar siempre dispuestos para los demás es una gran virtud, cuando en realidad no nos estamos honrando, no nos damos nuestro lugar. Lo sano es primero yo, luego tú.
En otras ocasiones, podemos estar tan obsesionados con que los demás nos reconozcan y aplaudan, que nos ponemos una gran cantidad de máscaras, del agrado de nuestros públicos. Se nos puede olvidar quiénes somos realmente, tanto que vivimos más para el afuera que para el adentro. Empezamos a competir por likes, medallas y reconocimientos, como si con ellos evolucionáramos. ¡No, la evolución es colectiva, no individual, y la alcanzamos colaborando, no compitiendo!
Tampoco somos amigos de nosotros mismos cuando continuamos siendo víctimas. Sí, es posible que hayamos sido víctimas reales de otras personas. ¡Y podemos dejar de serlo! ¿Cómo? Perdonando a quienes nos lastimaron, perdonándonos a nosotros mismos, dejando el pasado atrás y viviendo plenamente conscientes cada nuevo presente. Claro, esto requiere esfuerzo y no siempre lo queremos hacer, pues es más cómodo culpar a los otros, al mundo y a la vida de todos nuestros males. Nos traicionamos, también, cuando no reconocemos nuestro propio poder y vivimos presas del miedo o dependemos de algo externo para sentir y creer que somos valiosos. Somos poderosos cuando recuperamos nuestra conexión con la Divinidad, esa que no nos abandona jamás.
Seamos nuestros propios amigos, pues nos tendremos hasta cuando atravesemos el umbral de la muerte.
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