
Como se sabe, en Colombia la soberanía reside exclusivamente en el pueblo (soberanía popular), del cual emana el poder público dividido en tres ramas fundamentales: legislativa, ejecutiva y judicial.
Del mismo modo, la soberanía popular puede ser ejercida por el conglomerado social en forma directa o por medio de sus representantes, en igualdad de condiciones. En ambos casos se trata de la expresión de la democracia colombiana, tanto por vía representativa como por vía participativa. Esto para señalar que ninguna faceta prevalece sobre la otra y su desarrollo obedece a los estrictos canales constitucionales establecidos en cada materia.
Así, todo ciudadano goza de derechos políticos, en primer lugar y entre otros, para elegir y ser elegido dentro de la representación democrática y acto seguido para tomar parte en plebiscitos, referendos, consultas populares y otras formas de la participación democrática directa. En todo caso, corresponde al Congreso, como entidad fundamental de la democracia representativa, aprobar los eventos en que se pretenda dar curso a la intervención popular participativa.
Ayer, el presidente Gustavo Petro propuso una consulta popular con el fin de preguntar al pueblo sobre las reformas laboral y de salud que actualmente se tramitan en el Congreso. Para ello, aparte de consignar la firma de todos los ministros, el primer mandatario deberá presentar el contenido correspondiente al Senado para que este apruebe o impruebe los elementos y alcances de la propuesta consultiva.
A primera vista salta el hecho, ciertamente, de si es posible recurrir a una consulta de este tipo justo sobre los temas idénticos que actualmente se discuten en el hemiciclo parlamentario, con base en los proyectos gubernamentales presentados. En principio, parecería darse un cortocircuito entre la función legislativa en curso, fruto de las facultades constitucionales del Congreso y el nítido mandato de las elecciones parlamentarias de 2022, y las pretensiones de incidir desde la rama ejecutiva las atribuciones deliberativas del Congreso en su trayectoria, propia, autónoma y básica, de “interpretar, reformar y derogar las leyes”.
De hecho, la intempestiva propuesta presidencial se produce en el momento en que el jefe del Estado se dio por enterado de que la ponencia de la reforma laboral, a consideración de la comisión séptima del Senado en su tercer debate, tiene ocho votos negativos de los 14 en juego; que hay un voto por un texto alternativo; y que solo cinco congresistas se han decantado por una ponencia positiva. Es decir que, aún pendiente de adelantarse el debate en los términos legales respectivos, el gobierno da por clausurada la discusión y de súbito se pasa a la propuesta de la consulta popular, sin siquiera dejar que el ministro del ramo, recién cambiado a los efectos de este proyecto (la anterior ministra venía adelantado el debate con cierta sindéresis), continúe el procedimiento parlamentario. Tampoco el gobierno retiró el proyecto (no lo puede hacer pues ya está en manos del Congreso) y habrá que esperar qué actitud toma la presidencia de la célula legislativa si el titular de Trabajo no se hace presente en el debate (lo cual puede dar lugar a moción de censura) y si mantiene o suspende la discusión dentro de las cláusulas reglamentarias de la ley 5 de 1992. Lo mismo frente a la reforma a la salud, que ni siquiera ha llegado a estas instancias procedimentales.
Por su parte y al igual que con la reforma pensional, sujeta hoy a control de la Corte Constitucional por cuenta de anomalías en su tramitación y la eventual infracción del estricto régimen jurídico correspondiente, parecería quererse evadir las normas insoslayables de la democracia representativa. De hecho, en ninguna instancia de los cánones democráticos universales es dable sostener que el Congreso tiene que aprobar las leyes tal cual las pretende el gobierno de turno, como si aquella entidad fuera una mera oficinita de trámites y no gozara de un mandato popular vigoroso, legítimo y en toda la línea. Ni mucho menos que pueda aducirse ningún bloqueo de índole institucional porque este cumple con sus funciones constitucionales o que pueda ser motivo de revocatoria (así sea indirecta) por sus decisiones legales en pleno ejercicio y desarrollo.
Desde luego, las consultas populares, como los demás ingredientes de la democracia participativa, son deseables, con tino y buen juicio, en su debida oportunidad y preparación, y no de garrote y exasperación repentina. También es claro que el país requiere reformas concertadas, condición sustancial de los factores evolutivos de cualquier conglomerado social con vocación de futuro. Pero asimismo un país, de suyo, con parte de su territorio bajo conmoción interior, sometido a la violencia rampante, al éxodo y el confinamiento, tiene que concentrarse en recuperar la soberanía nacional, desterrar la anarquía asfixiante y salvar el orden constitucional.
En cualquier caso, el Senado tiene la palabra. Tanto frente a la legislación que actualmente discute, dentro de su legitimidad y mandato popular vigente, como ante la aprobación de una improvisada propuesta de consulta, cuyo fin no es nada diferente al de distraer los apremiantes problemas de la nación, crear choques institucionales, además de anticipar por esa ruta sacada de la manga la campaña electoral.