ANDRÉS MOLANO ROJAS* | El Nuevo Siglo
Lunes, 29 de Septiembre de 2014

Otoño en Nueva York

 

Otra  vez es otoño en Nueva York.  La ciudad que nunca duerme se convierte de algún modo en capital del mundo, y la ONU parece ser, por una vez al menos, ese “Parlamento de la humanidad” que imaginó una vez Lord Alfred Tennyson.

Hay que tener cuidado, sin embargo, y no llamarse a engaño. El desfile de líderes y gobernantes por el sacralizado estrado de la Asamblea General está muy lejos de ese ideal.  Puede que compartir esa tribuna alimente la impresión (o por lo menos la esperanza) de que existe realmente una suerte de comunidad internacional, o por lo menos, de sociedad de Estados vinculados -como la concibió hace cinco siglos Francisco de Vitoria, padre del Derecho Internacional- por un "derecho de gentes" común a toda la humanidad, derivado directamente de la naturaleza racional de todos los hombres. Y esa es, efecto, una de las funciones de la “semana de alto nivel” que acaba de concluir: generar un sentido de pertenencia colectiva, cierto reconocimiento de que, a pesar de la anarquía inherente al sistema internacional, existe un orden global del que participan todos los pueblos.

La Asamblea General sirve sobre todo como termómetro, como indicador que revela los temas más relevantes de la agenda internacional:  los trending topics del momento, sin que de ello pueda deducirse ningún consenso (ni mucho menos unanimidad), ninguna voluntad política efectiva sobre la forma en que los problemas globales (el Estado Islámico, el cambio climático, la pandemia del ébola, las drogas, entre otros) deben ser enfrentados. Cada vez que un mandatario se sube al podio, lo hace para hablarle al mismo tiempo a dos auditorios sustancialmente distintos.  Por un lado, al del conjunto de los otros Estados (amigos y aliados, rivales y enemigos), intentando justificar y validar sus acciones en el plano internacional con la mera enunciación de sus propias razones.  Por el otro, a su audiencia interna, a la opinión pública de su propio país, a la que intenta persuadir de la verdad de su discurso por mérito de la legitimidad del foro en el que se pronuncia. Esto es tan cierto para Obama, al reafirmar el carácter indispensable de los EE.UU.; como para Maduro (y Chávez, con mayor sonoridad e inspiración) al denunciar por enésima vez el imperialismo; y para Santos, al presentar como excepción -en medio de la convulsión del mundo- la frágil esperanza de paz que se cocina en La Habana.

No es mucho.  Y aun así, no es poca cosa.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales