ANDRÉS MOLANO ROJAS* | El Nuevo Siglo
Lunes, 2 de Julio de 2012

Legalidad y legitimidad

 

Una de las cosas que más llama la atención de la retórica empleada por varios gobernantes latinoamericanos al fragor del juicio político que condujo a la destitución del presidente paraguayo, Fernando Lugo, por parte del Congreso de ese país, es sin duda la reiterada vehemencia con que insistieron en que dicho proceso había sido tal vez legal pero ilegítimo.  Es decir, ajustado a las normas, a la Constitución y las leyes; pero indigno de ser acatado y reconocido. Para reforzar el argumento apelaban al origen democrático de la investidura de Lugo (desconociendo, eso sí, los pormenores más importantes de la política interna paraguaya), como si por esa vía el hoy expresidente hubiese sido revestido de algún tipo de sacralidad (del tipo de aquella que no supo honrar como obispo).

Quienes plantean semejante divorcio entre legalidad y legitimidad desconocen que en un Estado moderno que sea también Estado democrático y de derecho, la legalidad es legitimidad. El Estado democrático de derecho es el gobierno de las leyes por oposición al gobierno de los hombres; es la legitimidad legal-racional -diría Max Weber- por oposición a la legitimidad carismática y a la legitimidad tradicional, es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo -según la famosa frase de Lincoln en Gettysburg- bajo el imperio de la ley.

O quizá estos sofistas no desconocen tales cosas, sino que deliberadamente las ignoran, porque en realidad su proyecto político es uno muy distinto.  Prefieren el “poder popular” al imperio de la ley, una “nación en armas” a una sociedad civil autónoma, y al eufórico “comandante” a la estabilidad de las instituciones.

La proliferación de este tipo de discursos, provenientes de los más diversos puntos del espectro político, constituye hoy día una grave amenaza a la democracia en América Latina y no debería ser subestimada. Ya sea que se exprese en términos de “poder popular” o “Estado de opinión”, esa retórica encarna una cierta concepción de la política, una determinada idea del Estado, una precisa noción del poder y de sus límites que son, en lo más esencial, radicalmente antidemocráticos.

Los gobernantes que empiezan planteando una disyuntiva entre legalidad y legitimidad acaban reclamándose intérpretes infalibles y exclusivos de esta última, y atribuyéndose el rol de oráculos de una arcana voluntad popular que encarnan personalmente.  Por su propia experiencia histórica, América Latina conoce muy bien los abismos a los que conduce ese camino. Y debería hacer todo lo posible para no recorrerlo de nuevo.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales