El mundo está hecho de Estados. Esta es una verdad de Perogrullo, y una simplificación útil y necesaria para darle algún método al análisis de la política internacional. También es un buen punto de partida para quienes se aventuran en la disciplina de las Relaciones Internacionales. Rápidamente, sin embargo, se advierte que, tras el rompecabezas más o menos claro que constituye todo mapamundi, hay otras capas, otras piezas, que no necesariamente coinciden -ni en color, ni en forma, ni en disposición- con las más superficiales. El mundo es algo más que la sumatoria de los Estados que lo conforman.
No es ninguna anormalidad. Desde que existe el sistema internacional moderno -el mítico orden westfaliano-, actores distintos a los Estados (y de muy diversa naturaleza) han tenido, con intensidad y efectos variables, su propia parte en la política internacional. Los grupos rebeldes reconocidos como beligerantes tienen incluso un estatus jurídico propio ante el derecho internacional. No pocos Estados han empleado agentes vicarios, a los que patrocinan de múltiples formas, para promover sus intereses exteriores.
Más recientemente, se ha constatado el alcance que pueden tener las “insurgencias transnacionales” como Al Qaeda o el Estado Islámico (el nombre es bastante diciente, como lo son sus pretensiones). Algunos Estados, particularmente débiles, viven a merced o llegan incluso a ser sustituidos en su funcionalidad por otras estructuras de poder que operan paralelamente y compiten, incluso mediante la violencia, con las instituciones formales. Y están -sin agotar el inventario, y en una categoría peculiar- los “cuasi Estados” o Estados de facto.
Lo que actualmente llama la atención es el grado en el que estas anomalías normales subyacen a importantes problemas de la paz y la seguridad internacionales. Un número creciente de conflictos involucra este tipo de actores. Al caso aparentemente cerrado de Nagorno Karabaj, en el Cáucaso, se suman las tensiones que tienen su epicentro en Taiwán -de evidentes implicaciones globales-, Kosovo -un dolor de cabeza para Europa en los Balcanes-, Somalilandia -que en la práctica funciona mejor como Estado que Somalia, aunque no lo sea formalmente-, y ni que decir tiene, en Palestina.
Organizaciones como Hamás o Hizbulá -que además de su propia agenda opera como agente de Irán- tienen un prontuario ya largo, precisamente, en los conflictos de Medio Oriente. Durante las últimas semanas, los hutíes de Yemen (también en este caso con el involucramiento de Teherán) han logrado secuestrar -en algunos casos, literalmente- una de las principales rutas del comercio internacional, suscitando una respuesta armada por parte de Estados Unidos y el Reino Unido. En el hemisferio occidental, el nudo gordiano en que se ha convertido la situación en Haití es resultado, en buena medida, de la desaparición del Estado, reemplazado por una constelación de bandas y pandillas que imponen su propia ley y su orden: por eso, también, resulta tan difícil desatarlo (y nadie, realmente, está dispuesto a intentarlo).
Anomalías normales, sí; pero peligrosas. Tanto más, porque, paradójicamente, tras ellas están los Estados: como parte del problema y, forzosamente, de la solución. A pesar de todo, el mundo está hecho esencialmente de ellos.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales