El Pacto del Futuro firmado por 93 países hace unos días en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York refleja, al mismo tiempo, preocupación y optimismo sobre el devenir de las naciones y el avance del ser humano en el planeta tierra.
Cuando se entra al rascacielos diseñado por Le Corbusier y Niemeyer, en el east river neoyorquino, el alma se alegra porque está pisando el sitio en el cual el hombre civilizado, desafiado por armas, guerras, enfermedades, nuevos artificios e incomprensiones, ha puesto las esperanzas de superar esas dificultades con el arte de la palabra y el peso de su propia historia.
El Pacto del Futuro comprende: 1) Desarrollo sostenible y financiación del desarrollo; 2) Paz y seguridad internacionales; 3) Ciencia, tecnología e innovación y cooperación digital; 4) Juventud y generaciones futuras, y 5) Transformación de la gobernanza mundial.
Uno de los puntos específicos del Pacto es la aceleración de la reforma de la arquitectura financiera internacional para: “a) Hacer frente a los problemas actuales y futuros”; b) Dar más voz y representación a los países en desarrollo; c) Movilizar financiación adicional para los Objetivos de Desarrollo Sostenible, responder a las necesidades de los países en desarrollo y dirigir la financiación a quienes más lo necesitan; d) Que los países puedan tomar prestamos de forma sostenible a fin de invertir en su desarrollo a largo plazo; e) Mejorar su capacidad de apoyar a los países en desarrollo de forma más eficaz y equitativa durante las perturbaciones sistémicas y aumentar al estabilidad del sistema financiero; f) Elaborar un marco sobre sistemas para medir el progreso hacia el desarrollo sostenible que complementen el producto interno bruto y vayan más allá de él”.
No sé qué se logre en la práctica con el compromiso de la aceleración, pero repetido en cada uno de los ítems del Pacto del Futuro indica que se empiezan a abrir algunas puertas para tratar el problema de la deuda de los países en desarrollo, porque su monto se ha convertido en el mayor freno para su desarrollo.
El caso de Colombia permite advertir la gravedad de la situación: en el presupuesto para este año 2024 se proyectó el servicio de la deuda en $94.5 billones, que equivalen al 18.8% del Presupuesto General de la Nación de $503 billones. Miremos la dimensión del asunto: la reforma tributaria del Ministro Ocampo, considerada la más alta, se propuso recaudar $21.4 billones, la ley de financiamiento anunciada por el Ministro Bonilla buscaría $12 billones. ¿Cuántas reformas tributarias se necesitarán para cubrir el servicio de la deuda? ¿Qué país de limitados recursos, como Colombia, puede dar con vigor pasos hacia su desarrollo con tremendo cepo en sus piernas? Por eso las democracias no han podido resolver los problemas de pobreza y miseria. Un país que tiene que comprometer casi el 20% de su presupuesto en pago de la deuda es un país encadenado por el sistema financiero mundial.
No oí esta vez la voz de los presidentes exigiendo en la Asamblea General de las Naciones Unidas referirse al tema de la deuda externa. El presidente Petro planteó el año pasado la compensación deuda por servicios ecológicos. Antes Santos y Duque habían hablado en el mismo sentido. No se han apagado los ecos de la “década perdida” cuando la crisis de la deuda condujo a un colapso financiero y a la parálisis del desarrollo latinoamericano. Como ayer los montos del servicio de la deuda están produciendo un efecto devastador en el subcontinente.
No son bienvenidos los aplausos por el comportamiento de nuestro país, siempre cumplido en sus obligaciones. Este sí que es un tema que pone a prueba la cacareada solidaridad de los dueños del mundo con los pobres y los jóvenes de nuestra región.
El Pacto del Futuro no se puede limitar a dar certificados de buena conducta que hacen abanicarse a nuestros herodianos economistas. La aceleración contemplada tiene que verse, tiene que salir de las oficinas neoyorquinas y transformar la vida de la gente.