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A esta hora Donald Trump interpreta el monólogo más resonante de la política mundial. No es el único actor en escena, por supuesto. Trump pertenece a esa raza de políticos a quienes no les satisface el apetito conquistar el poder y, con ello, ese momento de singular placer -y esto no es más que un ejemplo entre muchos otros posibles-, que consiste en firmar un decreto bajo la luz de las cámaras, o dar una orden a viva voz, una instrucción clara y rotunda, que unos funcionarios saldrán a cumplir de inmediato, sin siquiera preguntar si el encargo es viable.
A Trump no le resulta suficiente la gratificación del que ordena, y es testigo de cómo sus palabras influyen, crean unos hechos y modifican la realidad. Sostengo que su goce no es completo si no está acompañado por la aclamación. Necesita del público. De lo que la tradición teatral solía llamar “el favor del público”, que no es otra cosa que aplausos recurrentes y, en momentos especiales, esos segundos mágicos en que un protagonista escucha cómo le ovacionan. Cada ovación transporta algo de sus anhelos, otros bienes que acumular: popularidad, admiración.
Trump persigue la ovación y ha creado un dispositivo de extraordinaria eficacia, que enciende y pone en movimiento a diario. Se compone de acciones en refinadas y engañosas secuencias: breves declaraciones, tuits, frases con algún dejo de incertidumbre, aclaratorias, amenazas proferidas sin eufemismos, ejecuciones fulminantes, voceros que mantienen al público en ascuas, ataques verbales, decretos que portan decisiones tajantes.
Trump no se conforma con dar un puñetazo sobre la mesa: antes de darlo, se ha cuidado de poner un micrófono muy cerca para que se escuche en todas partes. Solo los incautos se escandalizan por el puñetazo. Solo los incautos piensan que ha perdido el control. Solo los incautos no perciben que el presidente de Estados Unidos ha difuminado las fronteras entre política y espectáculo, entre política y teatro. Lo que hay de político en Trump es dramatúrgico: va de escena en escena, de representación en representación.
Sin embargo, Trump no está solo en su interpretación. Cada interpretación sería fallida o tendría menor relevancia si los lectores no lo siguiéramos con obsesiva atención. Trump importa porque actúa sobre asuntos decisivos, sobre asuntos que nos conciernen, y también porque es el actor político cuyos performances, cuyas interpretaciones, más conversación, más debate, más aplauso o revulsión generan: de Trump examinamos tanto lo que decide, como sus actuaciones alrededor de cada decisión. Como si en su caso, texto y actuación fuesen inseparables.
Como todo público, el de Trump también es volátil. Público que transcurre entre altas y bajas. A la emoción sigue la decepción. Y, dos o tres días después, llega el subidón, que no tardará en deslizarse por el tobogán de la expectativa no cumplida.
Pasa -nos pasa- que traducimos las frases de Trump y las convertimos en nuestra imaginación, en unas determinadas realidades. Le damos forma a unos anuncios generales. Escuchamos las declaraciones de los voceros como si fuesen emisarios del mismísimo profeta. Pero resulta que Trump está jugando no solo con nosotros, ávidos lectores de este tiempo: también desconcierta, sorprende, cambia las señas a sus más inmediatos colaboradores. De Trump, el político dramaturgo, no se salva nadie.
El capítulo que culminó con la revocatoria de la licencia 41, que permitía las exportaciones de petróleo desde Venezuela desde finales de 2022, que cancela las operaciones de varias empresas -no solo Chevron, también la española Repsol, la italiana ENI, y otras- pasó por ese mismo titubeo narrativo: parecía que sí, luego que no, y así, una secuencias de síes y noes, hasta que vino el decretazo, con todo el ruido que una medida semejante representa para el régimen: alrededor de 6 mil millones de dólares menos de ingresos, pero también una prueba, feroz como un puñetazo, no en la mesa sino en el rostro, del altísimo riesgo que representa confundir la escenificación de Trump como un permiso para violar los acuerdos.
Se dijo, antes del anuncio decisivo de Trump, que entre la agenda de los Derechos Humanos y la agenda del petróleo, la segunda se había impuesto. En otras palabras: que las exportaciones petroleras de Venezuela a Estados Unidos tendrían proyecciones hacia la política y se traducirían en una actitud de silencio ante el largo expediente de crímenes cometidos por la dictadura de Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Padrino López.
El decretazo de Trump nos advierte: debemos aprender a esperar el desarrollo de sus escenas. No desfogarnos de buenas a primeras. Siempre hay más. Siempre viene más. El que haya dado cumplimiento a su promesa de no importar petróleo desde Venezuela es un capítulo que podría cambiar en cualquier momento. Y que nadie piense que la obra alcanzó su final. No. Solo ha transcurrido el primer acto. Y vienen muchos más. Lo aseguro.
*Fundador y director del periódico El Nacional