Si la culpa de algo se la queremos echar a algo, pues ese algo podría ser el presidente, el cambio climático, la religión, el comunismo, el capitalismo, los gringos, los rusos, los chinos. O la carestía, la inflación, la deflación o alguna celebración. Inculpemos pues, a la última de estas causalidades (caprichosas, como las casualidades) para decir que el último viernes del mes pasado fue el promotor del beneficio de unos pocos, y los muchos que creen beneficiarse, no son más que víctimas de las burbujas de los primeros, o las de ellos mismos. Y mismas.
El “dichoso” Black Friday, como dirían los mayores, endosando el adjetivo en su acepción negativa. El dichoso rock, la dichosa minifalda, el dichoso cigarrillo, el dichoso móvil, el dichoso piercing. Pues la dicha de este bienaventurado viernes está ligada, según algunas fuentes, al Día de Acción de Gracias, el Thanksgiving Day, que se celebra en U.S.A. y pocos países más. Día (o noche) que se festeja según remotas ceremonias que tenían que ver con la ventura de las cosechas en Inglaterra y sus reinos. Dicha noche en la que viven su última jornada millones de pavos feliz y ambiciosamente horneados y hormonados, ungidos con salsa de arándonos tan rojos como la sangre. Se cuenta que fue Abraham Lincoln quien instituyó la fecha el último jueves de noviembre, luego Roosevelt (por razones comerciales ligadas a las compras de Navidad) lo trasladó al cuarto jueves y así -después de ser refrendado por el Congreso- hasta el presente.
Hay días “negros” asociados a los días de la semana o a meses concretos, fruto de conflictos políticos, sociales o catástrofes financieras. Pero el día en cuestión, se le atribuye a que en los años 50 del siglo pasado, en Filadelfia, y dado que en Pensilvania la ropa y el calzado no tienen impuestos, un viernes después de Acción de Gracias, la policía la vio negra ante la avalancha de compradores y espectadores a un evento deportivo de fútbol americano. La ciudad colapsó y el aciago viernes para unos, se convirtió en good black para los comerciantes con escrúpulos o sin ellos, y para los compradores con dinero o sin él. Y así va la cosa (por ejemplo, con navidades desde octubre en Venezuela), el Black November es un hecho, con letreros, correos-e y webs desde mediados del mes. ¡Adelanto Exclusivo en la App!, ¡Todo al 50%!, ¡Últimas horas hasta el 80%!
¡Abajo el comunismo! ¡Viva el consumismo! Y yo no podía quedarme atrás. El pasado viernes 29 de noviembre salí de casa a las cuatro de la tarde. Había huelga de buses urbanos en Barcelona (divendres negre) y vi seres humanos muy anchos a causa de bolsas y bolsas a los lados, como las mulas de carga; felices, dichosos, ¡It’s Black Friday! No iba a comprar nada, sólo a reunirme con alguien que no me dejó pagar el té. Después me reuní con mi cómplice y fuimos a tomar una cerveza a un pub irlandés, pero antes ella compró una miniatura en un mercadillo navideño. ¡Sí! ya había empezado la Navidad, la noche anterior con el encendido de las luces. Así va la vaina, tal parece que nos anticipamos a todo, todo llega antes, todo vale menos o eso creemos. Siempre me he preguntado: si un pantalón que costaba tanto, ahora, el dadivoso empresario nos lo clava a la mitad y aún gana, ¡porque gana! ¿Tiene que sacar tanto rendimiento si puede venderlo por menos? Iluso, estará pensando alguien. En fin, que aquel viernes pagué dos cervezas sin descuento. La mía fue una Guinness. Negra, muy negra.