La mayoría de los catalanes prefiere seguir haciendo parte de España.
Así lo muestran recurrentemente las encuestas y los resultados electorales.
Pero parece que los separatistas fueran más, sencillamente porque son agresivos, buscan escrachar, vociferan e intimidan.
Mediante una coalición explosiva, ellos han logrado gobernar la comunidad autónoma, desafían al Estado, violan la ley, posan de víctimas y ponen al servicio de su causa los dineros que pertenecen a todos los catalanes.
Rompen las reglas de la convivencia, aprueban en su parlamento regional leyes acomodaticias gracias al fast track que tanto gusta allá como acá, y estimulan el culto a la fuerza, recordando a cada paso la noche de los cristales rotos.
Con ese rupturismo recalcitrante, propio de casi todo proyecto nacionalista, facilitan la irrupción de fenómenos dolorosos, como el terrorismo yihadista, que ve en semejante actitud, el terreno abonado para perpetrar toda suerte de atentados.
Arrastrados por la ilusión de una distopía (la declaración unilateral de independencia), ellos, los soberanistas, segregan a los coterráneos que se les oponen y, por ende, los señalan y persiguen, tratando de expulsarlos del territorio para consolidar su feudo.
En esa lógica, antier mismo montaron esa pantomima llamada referendo y aunque todo les ha resultado adverso -como siempre-, seguramente seguirán aferrándose al adefesio propagandístico del 'derecho a la autodeterminación' y proclamarán esa caricatura de ‘Estado libre y soberano’.
En cualquier caso, solo hay tres modelos emergentes después del esperpéntico 1 de octubre.
El primero, es el del primordialismo extremista, sedicioso e incendiario (violencia directa), en el que probablemente se empeñarán los militantes de la izquierda marxista atraídos por la idea de dar a luz una especie de ETA, y cuyo único apoyo internacional es el que reciben de Nicolás Maduro (y sus secuaces en Colombia, Bolivia y Nicaragua).
El segundo, es el del mercadeo identitario, radical, subversivo y más o menos rudo (violencia simbólica), a cargo del nacionalismo pragmático, tan asociado a la corrupción y los privilegios endógenos puestos en marcha por el padre del separatismo reciente, Jordi Pujol, y su familia, todos ellos procesados por la justicia.
Y el tercero, el del reformismo consensuado, pacífico, no nacionalista, no secesionista, respetuoso de la Constitución, de los derechos de todos los españoles y, por tanto, de todos los catalanes.
Reformismo consensuado que, promovido por los partidos Popular, Ciudadanos y Socialista, actualizará el sistema autonómico, preservará la integridad territorial del Estado, castigará a los violentos y robustecerá la democracia española.