El 10 de enero de 1920 comenzó a funcionar oficialmente la Sociedad de las Naciones, creada el año anterior en virtud del Tratado de Versalles, el más importante de cuantos se suscribieron al terminar la I Guerra Mundial.
La conmemoración del centenario de esa organización, sustituida después por la Organización de las Naciones Unidas y liquidada formalmente en 1946, no puede ser más oportuna para reflexionar sobre el papel del multilateralismo en la política internacional, sobre sus logros y sus fracasos, y sobre las respuestas que aún puede ofrecer -a pesar de las limitaciones que le son inherentes y del mal momento que aparentemente atraviesa- a los problemas que inquietan al mundo de hoy.
Surgida de las entrañas del pensamiento liberal sobre las relaciones internacionales, la idea de una liga de naciones vinculada al propósito de promover la cooperación y salvaguardar la paz y la seguridad en el mundo, tuvo por padre aparente al diplomático inglés Eduard Gray y fue adoptada y promovida activamente por el presidente Woodrow Wilson, de los Estados Unidos, país que a la postre, por una de esas ironías de la historia, nunca llegó a unirse a la organización, la primera de naturaleza propiamente “universal” (claro está, según el parámetro de su época).
Durante sus dos décadas y algo más de existencia, la Sociedad de las Naciones -muchas veces en sintonía con la Corte Permanente de Justicia Internacional- hizo una contribución innegable a la resolución de numerosos conflictos, muchos de ellos heredados de la Gran Guerra que, como se sabe, modificó sustancialmente el mapa del mundo. Incluso Colombia, Estado fundador y miembro no permanente del Consejo entre 1926 y 1928, acudió a la Sociedad con ocasión del conflicto con Perú en 1932-33, lo cual condujo al establecimiento de una comisión que, durante un año, hizo presencia en el territorio nacional hasta poco después de firmarse el Protocolo de Río de Janeiro. (Parece que, después de todo, no somos tan parroquiales).
Pero al lado de sus logros están los hechos que pusieron en evidencia sus límites (y mutatis mutandem, de todas las organizaciones internacionales). La invasión japonesa de Manchuria en 1931, la italiana de Abisinia en 1935, la soviética de Finlandia en 1939 y, ese mismo año, la nazi de Polonia, en una sucesión de acontecimientos que desembocaron en otra guerra mundial -precisamente aquello para evitar lo cual había sido constituida la Sociedad de las Naciones-. (Por no hablar de su fallido papel en conflictos relativamente periféricos como la Guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia).
Una abundante literatura da cuenta de las razones del “fracaso” de la Sociedad de Naciones: desde las estructurales (un mundo multipolar y heterogéneo, como el del periodo de entreguerras) hasta las de puro diseño y arquitectura organizacional (la ausencia de miembros “necesarios” o la “falta de dientes” del Consejo -un reproche que también se hace también hoy a la ONU)-. Un ensayo de Eduard Beneš (que había sido Primer Ministro de Checoslovaquia), publicado en 1932, subrayaba, en todo caso, la que desde entonces han reiterado todos los diagnósticos como la más importante: la falta de compromiso y el oportunismo (de política interna y de política exterior) de los Estados, y en particular, de las grandes potencias.
Durante los últimos años, y no sólo por cuenta de la orientación de la política exterior de los Estados Unidos bajo la administración Trump (también tiene que ver en ello el “putinismo” tanto como el aventurerismo de algunos Estados en distintas regiones del mundo, y el ascenso de gobiernos nacionalistas en varias naciones), se ha hecho usual hablar de la crisis del multilateralismo y del orden mundial liberal. Esas conversaciones son algo más que ruido diplomático y académico y deberían ser tomadas en serio. Ya se sabe qué pasa cuando el multilateralismo -en ausencia de otra alternativa efectiva- entra en crisis.
No se trata de idolatría ni fetichismo, ni de atribuirle al multilateralismo el poder de una panacea. Se trata de reconocer su necesidad tanto como sus virtudes, y tener conciencia de sus deficiencias -las que resultan tanto de la anemia como de la hipertrofia-. Se trata de leer, con prudencia y una perspectiva realista, la experiencia que ofrece la historia para promover un multilateralismo que sea política y materialmente posible -quizá menos ambicioso, menos formal y menos dogmático-, pero potencialmente más efectivo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales