Colombia tiene todo lo necesario para ser un gran destino gastronómico. Nuestros pisos térmicos abarcan casi seis mil metros de altura, divididos por tres cordilleras que le otorgan a cada paisaje condiciones únicas de lluvia y humedad, mientras que nuestros dos mares florecen con los productos del océano. Hoy cultivamos en nuestro país no solo los frutos propios de sus condiciones prehispánicas, sino también los mejores productos que nos han llegado del resto del mundo. El café, nuestra exportación más emblemática, comenzó su historia en las colinas lejanas de Etiopía, un país cuyos montes ecuatoriales lo hacen de los pocos en el mundo tan geográficamente bendecidos como el nuestro.
Nuestra sociedad es el producto de una amplia variedad de tradiciones y culturas, integradas en las diferentes configuraciones que permite nuestro rico carácter regional. A Colombia la construyeron los indígenas, los españoles y los africanos, así como los miles de árabes, chinos, italianos, alemanes, franceses e ingleses que llegaron después de la independencia y los otros hijos de América que han hecho de Colombia su hogar a lo largo de los siglos. Cada una de esas culturas ha podido contribuir con sus cultivos, sabores y técnicas a nuestra rica herencia gastronómica.
Históricamente, nos ha faltado la capacidad de facilitar inversiones a largo plazo y retener el talento necesario para que florezca una escena gastronómica de vanguardia. A mediados del siglo veinte, padecimos los costos del proteccionismo, la regulación irracional y la obsesión con la industria a expensas de todos los demás sectores de la economía. En lugar de percibir la llegada de finos ingredientes extranjeros como una oportunidad para agregar valor y generar empleo, los estadistas del momento veían en ellas gastos exorbitantes en bienes de consumo innecesarios.
Hoy, quienes romantizan los antiguos trigales de la Sabana de Bogotá ignoran que su supervivencia dependía de un modelo económico que no nos permitía especializarnos para contribuir lo mejor de nosotros al mundo y recibir así del mundo lo mejor que podía ofrecer. Naturalmente, el conflicto armado intensificó nuestras dificultades, incluso después de la apertura comercial. Solo en los últimos quince años podemos decir, aproximadamente, que Colombia ha contado con las condiciones institucionales necesarias para ser un gran destino gastronómico.
En esos cortos años, los resultados han sido extraordinarios. El año pasado, la revista National Geographic declaró a Colombia el quinto mejor destino gastronómico del mundo, superado solo por Perú, Italia, Japón y España. Según el prestigioso listado de los 50 mejores restaurantes del mundo, Bogotá es una de solo tres ciudades latinoamericanas con más de un restaurante en los primeros 50 lugares, superada solo por Lima y Ciudad de México. Nuestra capital supera, como destino gastronómico, a grandes urbes como São Paulo, Buenos Aires y Río de Janeiro. Por otro lado, se empiezan a vislumbrar grandes éxitos en otras ciudades colombianas, pues tanto Medellín como Cartagena ya cuentan con un restaurante dentro de los cincuenta mejores de Latinoamérica.
La industria gastronómica puede consolidarse como una fuente de desarrollo central para Colombia, como hemos visto en el caso de nuestros vecinos peruanos. Es un sector que contribuye a fortalecer las economías agrícolas locales y que genera abundantes empleos de buena calidad en las ciudades. Por otro lado, atrae un turismo sano como alternativa a los mundos oscuros del vicio y la explotación sexual, aportando a mejorar la vida de los colombianos y a construir una imagen positiva del país en el resto del mundo. Urge protegerlo contra cualquier deterioro institucional.