Hace unas semanas participé, como alumna, en un taller de improvisación de jazz. No tenía mayores pretensiones, solo quería entender cuál es la alquimia que hace posible la magia de la música improvisada y cómo aplicarla a mi violonchelo.
Supe del taller porque mi amigo Fabio Cristancho era uno de los maestros invitados y lo vi anunciado en sus redes sociales. “¿Será que puedo participar?”, le pregunté. “Yo sólo toco el chelo para mí, no profesionalmente. Además, llevo treinta años sin asistir a una clase de música”, le dije. “Claro que puedes, cumples con todos los requisitos, lo único que tienes que hacer es intentarlo”, respondió él. Lo dijo y su frase me quedó retumbando en el corazón.
Me presenté y fui aceptada. El taller, organizado por el programa ‘Es Cultura Local’, del Distrito, y dirigido por la maestra Diana Palacios Zúñiga, estaba planteado como un espacio para fortalecer al sector cultural de Chapinero, en Bogotá. Los asistentes eran estudiantes de música de las universidades de la localidad y personas vinculadas profesionalmente a la actividad musical de la zona. Desde el primer compás entendí que iba a ser difícil para mí.
Lo intenté. Volví a estudiar como en otras épocas y mi escritorio se llenó de ejercicios de armonía, el ingrediente secreto del jazz. El principio que subyace a la improvisación es sencillo, el compositor construye una base con acordes y si el intérprete sabe descifrarla, puede tocar su propia melodía sobre esa estructura; lo complejo es saber descifrarla. En el taller confirmé que no hay nada más planificado que la improvisación musical; para hacerlo fluidamente se requiere de un conocimiento profundo de cada pieza.
Ya habíamos avanzado varias sesiones, cuando Fabio dijo: “Les tengo una noticia buena y una mala, y son la misma”. Todos nos miramos expectantes. “Vamos a tocar Spain, de Chick Corea”, remató. Puso la grabación y quedamos fríos, era endemoniadamente difícil. “Es una noticia mala, porque tienen que estudiar mucho; pero es una noticia buena, porque después de aprenderla todo lo demás le va a parecer fácil”, dijo. No pude evitar reírme. “No hay la más mínima posibilidad de que yo pueda tocar eso”, respondí. “Lo maravilloso del jazz es que permite que músicos de todos los niveles toquen al tiempo, según su capacidad; solo tienes que intentarlo”, insistió.
Durante tres semanas solo pude pensar en cómo tocar esos 56 compases. Hice de todo y todas las veces me pareció imposible. Escuché varias versiones y toqué distintos arreglos; lo toqué lento, pero al ensayar a la velocidad real siempre fracasaba. De tanto, tanto insistir, un día lo logré. Todavía no sé cómo ocurrió, solo sé que el empeño desató la magia. El día de la presentación, mientras tocaba Spain junto a mis compañeros, entendí que esa había sido la lección más importante del taller. No todos los intentos desembocan en logros, pero está claro que no hay manera de lograrlo si ni siquiera lo probamos. Que nunca, nunca, se nos acaben las ganas de intentar.
@tatianaduplat