Creo no estar mal si digo que estamos ante la última generación que tecleó en una máquina de escribir, invento que duró alrededor de un siglo, desde sus primeros prototipos mamotréticos hasta los modelos eléctricos y electrónicos que contaban con pantalla LSD, algo de memoria interna y un tambor rotatorio entre otros avances atrasados, que fueron la antesala al computador personal.
Desde que conocí la primera, o la primera que recuerdo haber conocido, la de mi casa, desde pequeño me pregunté por qué las letras y sus teclas tenían esa distribución tan anárquica. Debo decir que la máquina de mi casa era roja, bueno, es. La tengo yo, me la birlé. Es una Olimpia 69 y con ella hice trabajos de bachillerato, de universidad, escribí cartas, los primeros poemas y me acompañó a mi primer trabajo profesional (no había máquina para “el nuevo”), que fue titulando películas de cine y redactando anuncios para promocionarlas. Pero, ¿por qué las letras tenían que estar en ese orden? Con no pocas dificultades nos aprendimos en la escuela primaria el A, B, C, que justificaba el nombre de Abecedario, ese alfabeto que continuaba con la CH, ¡sí la che! condenada a destierro hace unos años junto con su dígrafo amigo, la LL.
Es que encontrarse con el famoso teclado QWERTY y su etcétera lo entendí en secundaria, cuando en clase de mecanografía nos enseñaron, (bueno, yo no aprendí), a colocar los dedos de tal manera que (según sus inventores angloparlantes) se pudiera escribir más rápido la mayoría de las palabras, además de que alejaron las letras más usadas del centro del teclado para evitar el atasco de las barras de tipos, que con su percusión característica dominaron durante mucho tiempo las oficinas y las redacciones de los periódicos.
Lo que no tuvieron en cuenta Mr. Christopher Sholes y sus socios inventores (y no tenían por qué tenerlo), es el hecho de que para los hispanoescribientes más despistados, pusieron la V al lado de la B, lo que habrá generado toda clase de vurradas y no pocos bituperios contra los infractores ortográficos. O colocar la N vecina de la M, para que imcurriéramos en más errores inperdonables. Ni hablar de la “leprosa” y emblemática letra Ñ, aun no admitida en lenguajes digitales, pero que sí tiene su cupo en los teclados castellanos, a la derecha de la L. (Si la máquina de escribir la hubieran inventado en la edad media, tal vez habría existido la tecla NN, tal como escribían los copistas el sonido ¡ññññ!, tan singular).
Dichas máquinas ya están relegadas a los museos, al desguace, a las páginas de internet que las intentan vender como reliquias de tiempos mejores, o están destinadas al personal romántico que las exhibe en su estudio o en algún anaquel principal, para explicar con las manos en la cintura “qué es eso” a cualquier infante curioso que pregunta “y eso qué es”. Me pregunto: qué hará la Señora Educación –que va más lenta que el aprendizaje– con esa generación que ya nace con un teclado digital bajo el brazo. (Lo del pan es mentira). ¿Será necesario un teclado? ¿Será necesario escribir? Lo que sí podemos intuir es que el futuro parvulario universal, navegará desde sus cerebros, en parajes intramentales paradisíacos y no sabrá que hubo un instrumento que se llamaba lápiz y que, con una mano como herramienta trazaba garabatos que se llamaban letras sobre una superficie nombrada papel, en una danza de vueltas y revueltas que hilaban palabras, versos, insultos o suspiros, sin la necedad ni la necesidad de unas cuantas teclas.