“¿Pero por qué hay que esconder al Niño Jesús en el cajón?” preguntó mi novia con perplejidad al tiempo que en cámara lenta perpetraba mi rapto de la figurita de cerámica, “Pues porque no ha nacido” respondí impunemente buscando armonizar los cimientos disímiles entre nuestras tradiciones decembrinas con aquel inocente delito. “¡Ah! Y mueve a los Reyes Magos más atrás que apenas vienen en camino”, explicándole, como quien explica un preciado secreto de alquimia, que lenta e imperceptiblemente con el paso de los días, y como si de una película de Toy Story se tratara, ellos avanzarían hasta llegar donde les aguardaba el Mesías.
Aunque seguramente nunca reparé en ello, de pequeño tenía la invencible convicción de que las navidades del resto del planeta eran como las de mi familia. Para mí tenía (¿tiene?) muchísimo sentido que, desde Bucaramanga hasta el Asia profunda, la noche del 24 todas las familias del mundo comieran tamal de masita amarilla, queso holandés con cobertura roja y capón relleno que sus abuelas metían al horno envuelto en una media velada de nylon. No podría estar más lejos de la verdad, pues aunque, en principio, la logística del fin de año aparenta ser bastante sencilla, sus variaciones y vicisitudes son tan variopintas que al final se torna en un curioso conflicto de jurisdicciones festivales.
La gente estaba casi al borde del éxtasis aquella noche en el Paseo de la Castellana. Del cielo llovían caramelos que golpeaban como granizo y eran monopolizados por las ancianas mañosas que dominaban el milenario arte recolector del paraguas abierto al revés. La caravana tecnicolor de los Reyes Magos avanzaba con parsimonia, abriéndose paso entre la multitud desbocada y el gélido frío de Madrid. Primero, Melchor, con ese aire señorial a Rey de Copas y su barba tan blanca como los corceles fantasmagóricos que flotaban acompañando su comitiva. Luego, Gaspar, quien, a pesar de cualquier intento posible, siempre evocará a Gimli de “El Señor de los Anillos”. Y, finalmente, Baltasar, con sus imponentes elefantes metalizados de ojos cobrizos, el detonante de la histeria colectiva y vítores apasionados que nos tomaron por sorpresa. Sin duda alguna, el favorito de la peña.
Y así, mientras en mi continente los niños escriben fervientes cartas al Niño Dios con su lista de regalos para abrirlos en la noche del 24, en Estados Unidos Papá Noel trabaja horas extras para entregar todos los paquetes antes de la mañana del 25, y en España, los Reyes Magos se van de tapas hasta el 6 de enero, cuando aterrizan con la preciosa carga de obsequios. Una distribución de tareas que no parece tan descabellada si se tiene en cuenta que en Italia los regalos los trae una bruja, en Finlandia una cabra y en Islandia doce duendecillos.
“¿Listo? ¡Va a empezar! ¡Recuerda, es una uva por campanada!” exclamó mi novia emocionada al filo de la medianoche. “¡Listo! ¡Ya tengo mis doce deseos pensados!” respondí ansioso. “¿Deseos? Aquí no se piden deseos” respondió. “Ah no, las mías van con deseos, que lo resuelva el Supremo Tribunal Navideño” sentencié.