Impregnados del saludable ambiente que nos deja el Padre común de la cristiandad, el Papa Francisco, quizás sorprenda que me refiera hoy a algo considerado por S. Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica “La Vida Consagrada”, como “corazón de la Iglesia”, la vida consagrada en Comunidades Religiosas, con apertura a vivirla aún por fuera de los conventos. Personalmente he compartido, siempre, el gran aprecio de la Iglesia por este estilo de vida, que surge de los primeros siglos del cristianismo con S. Antonio Abad (+ 356), impulsado por S. Agustín (+430), y S. Benito (+547). Recientemente fue el tema del Sínodo de los Obispos de 1994, en pos del cual vino la Exhortación. Es diciente que en la visita del Papa Francisco a Colombia haya dedicado acto especial, en Medellín, a esta realidad eclesial. Confortante, además, ver nacer y renacer Comunidades que son alegría para dirigentes y fieles hijos de la Iglesia.
Desde el surgimiento de las primeras Comunidades Religiosas fueron ellas solicitando aprobación de sus “Reglas” de los Pontífices Romanos, y la legislación en formación de la Iglesia fue teniendo, así, un conjunto de normas fruto del anhelo de santidad y de experiencia de siglos. Dada la importancia de estas normas de vida y la existencia de las Comunidades de Vida Consagrada, el Código del Derecho Canónico de la Iglesia, le dedica desde 1914, 238 cánones (487- a 725) a este tema, y, 173 en 1983 (573 a 746). Varios Concilios se ocuparon del tema, entre ellos el de Trento (1545 a 1573), teniendo el Vaticano II el Capítulo VI de la Constitución sobre la Iglesia dedicado a él, y Decreto especial sobre la “Adecuada Renovación de la Vida Religiosa”.
El “Catecismo de la Iglesia Católica”, que precisa aspectos tratados por el Vaticano II, le dedica los numerales 914 a 933, en donde se advierte que aunque este estado de vida no “pertenece a la estructura de la Iglesia, pertenece, sin discusión, a su vida y a su santidad” (n. 914), citando el n. 44 de la Constitución “Lumen Gentium”. No es, entonces, una realidad aislada en la Iglesia, sino aporte que le es propio, y la práctica de los Consejos Evangélicos aporte para transformar el mundo (n.6), Es, también, contribución preciosa de la vida consagrada la dedicación a la oración que será incesante”. “Ora y trabaja”, fue el lema y vivencia de S. Benito, indispensable para llegar a dar frutos de bien, pues dijo el Señor “Sin mi nada podes hacer” (Jn. 15, 51). Pero, con ese apoyo, se puede decir como S. Pablo: “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filip. 4,18).
Como paradigma de oración en medio de las mismas labores apostólicas, está el actuar del propio Jesús, quien, a lado de ellas, dedica días y noches a la oración al Padre (Mt. 1-2 Mt. 14,23), acude a Él pidiéndole fuerza para, desde su naturaleza humana, hacer su voluntad. (Lc. 22, 41-42). De allí que el Papa, en la Exhortación mencionada invite a los creyentes, para que “tengan vida espiritual y eficacia apostólica, con el apoyo de la oración y vivencia de la Palabra de Dios. Así animados, todos los creyentes, transformaremos el mundo (n. 80).
En la parte conclusiva de la Introducción a la mencionada Exhortación, precisa el Papa que la vida consagrada tiene triple dimensión: “consagración, comunión y misión”. Luego, en tres Capítulos divide el Pontífice este trascendental documento: ser “manifestación de la misma vida trinitaria”; ser signo de fraternidad y comunión eclesial”; ser “servicio de caridad”, que pone de manifiesto el amor de Dios al mundo. Estos temas, así como el gran aporte social de las Comunidades, es de tanta trascendencia para la misma existencia de la Iglesia, y que invitan a la cristiandad a una vida más auténtica en el servicio de Dios, que bien vale la pena ampliarlos en nuevas reflexiones. (Continuará)
*Obispo Emérito de Garzón
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