La pandemia del Covid-19 no pudo haber estallado en un peor momento. Es como si una fatal conjunción estelar hubiera presidido su origen en Wuhan y siguiera animando su expansión por todo el mundo.
Las coincidencias no podrían haber sido más nefastas: su surgimiento en China, donde el régimen comunista intentó desde el principio ocultar la gravedad de la situación hasta que no tuvo otra alternativa que reconocerla; la proliferación de gobiernos populistas y la precaria calidad del liderazgo político en varias naciones a lo largo y ancho del globo; la medición de fuerzas entre Rusia y Arabia Saudita, con su impacto en el mercado del petróleo y la economía global; y, para rematar, la crisis que han venido atravesando el multilateralismo y la gobernanza global, justo en el momento en que, a todas luces, son más necesarios para enfrentar un desafío igualmente global y que -por la extensión y la profundidad de sus consecuencias en el corto y mediano plazo- no puede ser eficazmente abordado de forma individual y unilateral por los Estados afectados. Que a la hora de la verdad, son todos los Estados: incluso aquellos que aún no han reportado el primer contagio, y también aquellos que aparentemente han logrado sortear la epidemia y empiezan a dar señales de estar aplanando la curva.
La pasmosa ausencia de solidaridad, o de mínima coordinación siquiera, en la Unión Europea, o su indiferencia ante la suerte de su entorno vecinal (de lo que dan trágica cuenta las lágrimas del presidente serbio, forzado a recurrir a China ante lo que no pudo menos que calificar como “un cuento de hadas escrito en un papel”); así como el sonoro silencio del G-7 y la notoria invisibilidad del G-20; entre otras evidencias, parecen estar dando la razón a Ian Bremmer y David F. Gordon, quienes hace algunos años advirtieron sobre el inminente advenimiento del mundo del G-Cero: cada uno por su lado, como a bien tenga, y ¡sálvese quien pueda!
Una perspectiva tan desoladora como, a la larga, imposible. De la coyuntura actual y de sus consecuencias saldrán algunos ganadores y otros perdedores. Así ha sido siempre a lo largo de la historia. Pero en ningún caso habrá sobrevivientes solitarios.
Tarde o temprano, puede tal vez que todavía al fragor de la pandemia, o cuando sea forzoso encarar sus secuelas y asumir la cicatriz inmunológica, será imperativo renovar la apuesta por una gobernanza global multidimensional, multisectorial, innovadora y adaptativa, y firmemente anclada en la gobernanza nacional y subnacional, como componente necesario de la caja de herramientas de la que depende la suerte de la civilización.
Multidimensional, porque el rasgo que define los riesgos a los que está expuesta la humanidad, hoy más que nunca, es su interconexión, su interdependencia, y su tendencia al desbordamiento; y porque, en consecuencia, ningún ámbito de la vida y las actividades humanas es impermeable a lo que ocurre en los demás.
Multisectorial, porque para ser efectiva, eficiente y pertinente, la gobernanza debe involucrar no sólo a los Estados -con su aparato gubernamental y administrativo- y a las organizaciones intergubernamentales, sino al sector productivo y de servicios, así como a las instituciones educativas y centros de investigación, medios de comunicación, y asociaciones cívicas, y a las redes transnacionales que unos y otras constituyen, y por supuesto, a cada individuo, como ciudadano nacional y ciudadano global.
Innovadora y adaptativa, tanto en las formas -más allá de los tratados internacionales, abierta a las alianzas público-privadas y a la adopción voluntaria de estándares y patrones por parte de actores tanto público como privados-, como en las prácticas -para acumular aprendizajes, operar con mayor flexibilidad y articulación y responder de forma más inmediata-.
Y, por supuesto, construida sobre la base de mejores diseños institucionales internos y mayores capacidades endógenas. Porque no hay buena gobernanza internacional, y mucho menos global, sin buena gobernanza nacional y local; sin un sólido capital social -hecho de confianza, corresponsabilidad y solidaridad-; que permitan minimizar y anticipar el riesgo, gestionarlo adecuadamente cuando se produzca, y apalancar después, colectivamente, la recuperación y la normalización.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales