Cuestión de democracia | El Nuevo Siglo
Domingo, 1 de Marzo de 2020

Los miembros de la Fuerza Pública -de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional- son, en las actuales circunstancias, colombianos de segunda categoría.  La privación del derecho al sufragio, que acaso haya tenido justificación en un momento específico de la historia nacional, cuando la politización de la Fuerza Pública sirvió de combustible adicional a una violencia sectaria que aún sigue lastrando la comprensión que tienen los colombianos de su pasado y su presente, no sólo es obsoleta y anacrónica.  Es también una excepcionalidad en el contexto de las democracias contemporáneas, y es incompatible con la aspiración misma de profundizar y ampliar la democracia.

El país es uno muy distinto de aquel en el que se estableció la prohibición de marras.  Desde entonces, la sociedad colombiana ha experimentado profundas transformaciones.  Las instituciones democráticas y republicanas, con todos los desafíos que enfrentan y con todas sus limitaciones, se han mostrado capaces de resistir no pocos envites provenientes de las más diversas amenazas.  La democracia colombiana, a pesar de las grietas que la recorren y de la insatisfacción que muchos ciudadanos experimentan -en buena medida porque esperan de ella cosas que no puede ofrecer- es mucho más sólida, más plural, más incluyente de lo que era a mediados del siglo pasado.  Se puede reconocer todo lo anterior sin desconocer sus vulnerabilidades, ni lo mucho que debe mejorar el país en materia de Estado de Derecho e imperio de la ley.

Pocos países del mundo con regímenes democráticos privan a sus militares y policías del derecho al sufragio.  En la región, solamente cuatro lo hacen: Guatemala, Honduras y Paraguay, además de Colombia.  (Evidencia empírica derivada de la experiencia de algunos de ellos, incluso reciente: impedir que militares y policías ejerzan su derecho al voto no es garantía de estabilidad política ni de calidad democrática).  Ninguna de las democracias más consolidadas proscribe el voto de sus soldados y policías.  Ni fue gracias a esa proscripción que lograron convertirse en tales.

Que los miembros de la Fuerza Pública no puedan votar contradice el espíritu de la Constitución de 1991, que infortunadamente no remedió en su momento la enorme inconsistencia que en un Estado Social y Democrático de Derecho supone esta exclusión colectiva e indiscriminada del derecho al sufragio. 

En Colombia, la situación de los militares y policías a este respecto sólo es comparable con la de los criminales debidamente juzgados y condenados, a quienes se impone la pena accesoria que limita el ejercicio de sus derechos políticos.  Pero al menos en ese caso hay una razón suficiente, mientras que sobre los miembros de la Fuerza Pública esta restricción pesa de manera absolutamente gratuita, por más que algunos intenten defenderla invocando una suerte de “principio de precaución” completamente arbitrario.

 

Si la democracia se define -en su sentido más básico- como un procedimiento para designar gobernantes mediante elecciones libres, periódicas, transparentes, confiables, competitivas e incluyentes, está claro que imponer a los miembros de la Fuerza Pública esta restricción constituye una forma de exclusión antidemocrática.  Tan antidemocrática como lo sería una Fuerza Pública deliberante, o la participación activa de policías y soldados en la política partidista, o su concurrencia como competidores en las elecciones mientras están en servicio activo y son depositarios del monopolio del uso de la fuerza legítima del Estado.

Resulta fácil invocar miedos atávicos para oscurecer, e incluso inhibir, una discusión necesaria como esta. Invocar la tesis de que la dictadura venezolana tiene su origen en el voto militar. O confundir, torticeramente, la “obediencia debida” con lo que, de presentarse, sería un grave delito contra el sufragio. O profetizar el fin de la democracia en caso de que se restituya a los miembros de la Fuerza Pública el derecho político más elemental que a todos los demás otorga el orden constitucional que ellos, precisamente ellos, tienen la misión de defender.

La democracia colombiana no se acabó con el régimen excepcional acordado con la entonces guerrilla de las Farc para su participación en política.  ¡Y eso que un voto por las Farc para el Senado equivalió, en la última elección, a 10 votos por cualquier otro partido!  Mucho menos se va a acabar si, reconociendo además la histórica tradición civilista de la Fuerza Pública, reconoce a militares y policías el derecho mínimo que se condice con su condición de ciudadanos.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales