Uno de los privilegios de los que gozaban los habitantes de la metrópoli española durante el apogeo del Imperio, era el de encontrar en las boticas peninsulares una provisión más que abundante de remedios y medicinas para toda suerte de males. Mejunjes y afeites procedentes de todos los rincones del mundo, unos para uso lícito y otros no tanto, abarrotaban los estantes de las tiendas de ultramarinos, siglos antes de que éstas fueran reemplazadas por las asépticas e inodoras páginas de Amazon y otros portales similares.
“De todo, como en botica” se dice, desde entonces, para referirse a la abundancia miscelánea de cosas que pueden encontrarse, no sólo en ciertas tiendas -que en México y Colombia se llaman precisamente así: “misceláneas”-, sino en las conversaciones, en el día a día, y por supuesto, en el inventario de las noticias y los asuntos actuales del mundo.
Por ejemplo…
Que el Papa Francisco haya actualizado la enseñanza moral de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte es una noticia que no puede recibirse sino con profunda satisfacción. Más que una actualización, se trata de la corrección algo tardía y sin embargo oportuna. En efecto: nada tan opuesto al mensaje del Evangelio como admitir que la muerte pueda ser debida a alguien a título de justicia, cualquiera que sea la circunstancia o razón que se esgrima para ello. Semejante tolerancia ponía al catolicismo del lado de países como China, Irán, Corea del Norte, Arabia Saudita, o Sudán (y, ¡vaya contradicción!, Estados Unidos). Ojalá la nueva doctrina cale en la conciencia de quienes aún defienden la pena de muerte -muchos de ellos católicos- y de paso, en la de quienes practican esa suerte de “demagogia punitiva” que reduce la lucha contra el delito a la adopción de penas draconianas, en lugar de asumir la tarea más compleja de fortalecer la cultura de la legalidad y el Estado de Derecho.
Que el Consejo Permanente de la OEA haya aprobado la creación de un Grupo de Trabajo con el mandato de “contribuir a la búsqueda de soluciones pacíficas y sostenibles a la situación que se registra en Nicaragua, incluso por medio de consultas con el Gobierno” de ese país, es una noticia que suscita esperanza. Es cierto que a la decisión se opusieron los sospechosos de siempre (empezando por Venezuela); y que se sigue echando de menos el apoyo de algunos Estados, cuya abstención habría sido digna de mejores causas. Pero no deja de ser confortante ver a la OEA, con todas sus limitaciones, salir de la inedia y empezar a recuperar el espacio que le corresponde, al que renunció durante los años de Insulza y del que quiso desplazarla la “institucionalidad paralela” creada por el “socialismo del siglo XXI” y de la que hoy por hoy solo queda el elefante blanco en que se ha convertido Unasur.
Que se reconozcan los derechos y se otorguen garantías a los pueblos indígenas de Colombia es un mandato de la Constitución de 1991. Pero ese mandato no implica subordinar a los intereses o las cosmovisiones de esas comunidades ni el interés general ni los derechos de los demás colombianos. Si, por providencia de la Corte Constitucional, no puede celebrarse el 20 de julio con un Tedeum, como fue tradición durante tantos años, tampoco puede darse valor normativo a una presunta “Ley de Origen” tribal cuya definición (“un principio que gobierna todo y establece un ordenamiento preexistente a toda norma o reglamento creado por las personas”) evoca inevitablemente la “Ley Eterna”, tal como la definiera en la Suma Teológica Santo Tomás de Aquino.
Que el presidente Santos haya firmado un acuerdo con las Farc, en cuya virtud no se registran hoy combates armados entre esa organización y las fuerzas armadas del Estado, es un logro a registrar en el inventario de su gobierno. Pero que, mientras por falta de liderazgo y gestión efectiva, por negligencia e imprevisión, campea el narcotráfico, fracasa la reincorporación, y aparecen nuevas formas de violencia, el Presidente juegue a youtuber, es una indecorosa forma de decirle adiós a la Casa de Nariño.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales