A veces en el vecindario ocurren cosas que pasan por completo desapercibidas, a pesar de no ser para nada ajenas a los intereses de Colombia. Quizá sea así porque la prioridad de algunos asuntos y la urgencia de otros obligan a dedicar a ellos la mayor parte de la atención y de los recursos disponibles. Sin embargo, puede que también sea la consecuencia de una suerte de déficit de atención, más o menos estructural, en la política exterior colombiana, o de un cierto desdén, más habitual de lo que sería deseable, en lo que concierne a algunos de los países de la región. No debería ser de ese modo.
Es lo que parece suceder con Surinam. Ese país, ciertamente excepcional en el entorno suramericano, que por muchas razones constituye una especie de “isla” en la esquina nororiental del continente. Una “isla”, sin embargo, con no pocas conexiones con Colombia y con algunos de los problemas y desafíos que enfrenta, especialmente en materia de seguridad.
Debería haber resonado con mayor eco en el país la noticia de los resultados de las elecciones celebradas allí el pasado 25 de mayo. No sólo por haber sido adversos a ese personaje peculiar, el ahora expresidente Bouterse, antiguo insurgente y golpista; juzgado y condenado en ausencia, por narcotráfico, en una corte de los Países Bajos -que han requerido su extradición-; y sentenciado el año pasado en su propio país -apelación pendiente- por homicidio y tortura, a raíz de su participación en “los asesinatos de septiembre” de 1982. (Padre también, para rematar el perfil, y porque todo hay que decirlo, de un hijo condenado en Estados Unidos por narcotráfico y terrorismo en 2015). Sino porque lo que viene ocurriendo en Surinam desde hace varios años, no se queda en Surinam sino que afecta a Colombia.
Bajo el régimen de Bouterse, Surinam no sólo se convirtió en un Estado virtualmente quebrado, sino en un nodo neurálgico del tráfico de cocaína, la comercialización ilegal de oro, y el lavado de activos y capitales. De ello se han beneficiado no sólo sus áulicos y clientelas. También los carteles de la droga y los grupos armados ilegales colombianos (hoy por hoy indistinguibles), las mafias del oro brasilero, corruptos de toda laya, y con toda certeza, no pocos agentes de la mafiocracia venezolana.
Colombia debería aprovechar estratégicamente la ventana de oportunidad abierta con la elección del nuevo presidente, Chan Santokhi -un ex oficial de policía en las antípodas de su predecesor-. Es el momento propicio para aproximarse a Paramaribo y darle una mano al recién instalado gobierno, que no lo tendrá nada fácil, empezando por su forzosa coalición con Ronnie Brunswijk, el vicepresidente que compite en prontuario con Bouterse.
Acaso haya algo ingenuo en pensar que es posible hacer de Surinam un socio de Colombia, para enfrentar problemas no sólo comunes sino compartidos. Pero habría que pensarlo, al menos, en lugar de seguir ignorando, inercialmente, cuanto allí ocurre.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales