La situación en que se encuentran las relaciones entre el gobierno Santos y el de los Estados Unidos es tan traumática, o más, que hace 20 años, al fragor del proceso ocho mil.
Para explicar un panorama tan sombrío es necesario resumirlo todo en una tesis a la que podría denominarse como la tesis de la “desconfianza estructural”.
La desconfianza estructural se basa en dos grandes planos sobre los que ambos gobiernos se mueven: el superficial (expreso, manifiesto) y el profundo (tácito, latente).
En cada uno de estos planos son tres los traumas que marcan la agenda y definen las tendencias estratégicas: organizaciones antisistémicas, drogas y dictadura chavista.
Como se verá, estos tres traumas se proyectan de manera muy distinta en cada uno de los dos planos mencionados en el que las relaciones se mueven.
En el primer plano, el superficial, los dos gobiernos manejan los clichés con los que, tradicionalmente, se han expresado los gobiernos de Washington y Bogotá, considerándose a sí mismos como “los mejores aliados del hemisferio”.
De tal forma, fluyen los elogios mutuos para alentar los procesos de diálogo con los extremistas, siempre con base en la esperanza de la “construcción de la paz” y “el fin del conflicto”.
Pero, en el otro plano, el profundo, y ya con los pies sobre la tierra, Washington parece percibir con toda claridad que el crimen transnacional se expande, que las Farc no son lo suficientemente transparentes y que están gozando de indebidos privilegios en materia de justicia, armas y bienes, a tal punto que “no están cumpliendo lo acordado”, tal como lo mencionó el embajador Whitaker en septiembre al referirse al asunto de las drogas.
Por otra parte, cuando se trata, precisamente, de este tema de las drogas, los dos gobiernos parecen entenderse y coordinar sus percepciones en el plano superficial; pero, en el plano profundo, la cuestión es bien distinta.
En efecto, por un lado, y como es apenas justo y merecido, la Casa Blanca manifiesta su absoluto reconocimiento a la labor de las Fuerzas Armadas colombianas en la lucha contra el fenómeno.
Pero, por otro, desenmascara sin rubor alguno la elasticidad deliberada del gobierno Santos en cuanto a la expansión de los cultivos ilícitos, llegando, incluso, a plantear la descertificación y sosteniendo, sin ambages, que las Farc continuarán en la lista de agrupaciones terroristas hasta que -algún día- demuestren que han dejado serlo.
Por último, en cuanto al régimen despótico de Venezuela, los dos gobiernos coinciden en lo superficial en lo obvio: que toda dictadura es tóxica.
Pero, en el plano profundo, la situación es bien distinta y mientras el gobierno Santos sigue manejando un discurso de cajón, intrascendente y con obsolescencia programada para no afectar directamente sus negociados con Timochenko, Gabino y los del Clan del Golfo, Washington aplica sanciones personalizadas y prepara medidas aún más drásticas que causan psoriasis incurable en la Casa de Nariño.
En resumen, lo más probable es que el próximo gobierno colombiano tendrá que darse a la meticulosa tarea de regresar por la senda de la cooperación interagencial, las iniciativas combinadas y la unidad de criterios para enfrentar a las organizaciones antisistémicas violentas (visibles o encubiertas).
En pocas palabras, hacer trizas la desconfianza estructural para inaugurar una era de unidad fundamental.