DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 13 de Enero de 2012

 

Harakiri en las alturas

 

Cuando creíamos que no habría más choques de trenes en la Justicia, sobreviene algo insólito: la pelea entre los maquinistas del mismo tren, que al riesgo de estrellarse con los demás le agrega el peligro inminente de descarrilamiento. Solo falta que, al enterarse, los pasajeros comiencen a saltar por las ventanillas.

La respetabilidad de los jueces debe estar siempre por encima de toda suspicacia. Por eso el país se preocupa tanto cuando surgen cuestionamientos como los que abundaron en años pasados, y siente alivio cuando pasa la oleada y, en cambio de más conflictos, viene una reforma judicial, en la cual los colombianos tienen puestas las mejores esperanzas de contar con una pronta y cumplida justicia.

El país no había presenciado un enfrentamiento interno como el que estalló en el Consejo Superior de la Judicatura entre los presidentes de sus dos Salas. Que sobrevengan diferencias entre la Corte Constitucional, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y el Consejo de la Judicatura, por motivos jurídicos, no es el ideal pero resulta comprensible.

Las discrepancias son normales en el mundo del Derecho y no se puede exigir a los magistrados que vean las cosas de la misma manera. Sobre todo cuando actúan en Salas plurales y se trata de una figura como la tutela, relativamente nueva en nuestro sistema jurídico.

En esos casos, cada corporación tiene sus procedimientos para solucionar las divergencias y producir decisiones con sólido respaldo institucional.

Lo inesperado es que, dentro de la misma entidad, surjan enfrentamientos asombrosamente duros, en donde los presidentes de dos Salas se lanzan a una batalla campal, por motivos que afectan la propia raíz de la administración de justicia y no tienen nada que ver con cuestiones jurídicas sometidas a su estudio.

No se trata de resolver un juicio, ni de la interpretación de una norma, ni de la constitucionalidad de una ley o la legalidad de un decreto. Vuelan acusaciones sobre mal uso de los dineros públicos, nombramientos irregulares, contratos cuestionados y clientelismo judicial. Hay réplicas y contrarréplicas de una virulencia incompatible con la serenidad que debe caracterizar a un magistrado. Es un espectáculo fatal para una institución clave en la estructura de la Rama Judicial, más cuando los reflectores mediáticos están enfocados en la reforma de su organización y funciones.

Las acusaciones desde afuera son de por sí molestas y distraen las energías que deberían utilizarse para acelerar la justicia y mejorar las condiciones en las cuales la imparten nuestros jueces. Las que vienen de adentro tienen un efecto demoledor. Empoderan a los críticos y desalientan a los defensores de la institución. Ponen en duda la subsistencia misma de la entidad. Y afectan, de rebote, la confianza pública necesaria para mantenerle sus facultades dentro de la administración de justicia.

Es lo más parecido a un harakiri en las alturas, que deja a millones de colombianos peguntándose, con las palabras del Evangelio, ¿si la sal se corrompe, con qué se salará?