Lecciones de un entierro
A estas horas, la llamada reforma a la justicia está muerta y sepultada. La sabiduría convencional dirá que el episodio está concluido y muy pronto será apenas una nota al margen en el anecdotario nacional. Pero, de verdad, ¿todo pasó sin que pasara nada?
Quedan pendientes, si acaso, unas incidencias jurídicas que los especialistas se encargarán de prolongar al máximo, como una especie de réplicas al terremoto. Hay demandas ya instauradas y otras que se presentarán en los próximos días, encaminadas más a buscar el castigo de los actores que a resucitar la reforma muerta antes de nacer.
Y no faltarán intentos de reclamar derechos derivados de su texto, alegando que sí alcanzó a respirar por unos breves instantes. En estas materias la imaginación, tanto de expertos como de aficionados, no tiene límites. Pero esas secuelas se irán extinguiendo, como las olas que se vuelven cada vez débiles, hasta desaparecer después de un tsunami.
Lo realmente impresionante es la acumulación de un profundo malestar social y su capacidad de explotar en cualquier momento.
Sin esa inconformidad que está ahí, alimentándose a sí misma, que muy pocos quieren reconocer y ninguno se atreve a afrontar, los artículos inconvenientes de la reforma no habrían despertado la oposición que se regó por todo el país en cuestión de minutos, con intensidad nunca antes conocida y mezclada con una rabia acumulada que encontró su desfogue. Allí iba no solo la frustración de no tener justicia sino el malestar subterráneo sobre el cual viene caminando el país, sin querer admitir que, por debajo de la superficie, hay una acumulación de explosivos en espera del fulminante.
Entramos en una etapa de tolerancia cero, en donde las acciones de los gobernantes se cuestionan con una severidad feroz y las maniobras que antes pasaban inadvertidas desatan reacciones demoledoras, como si el país estuviera cargado para tigre pero listo a dispararle toda la munición a la primera mosca que se atraviese.
El mecanismo para difundir la chispa incendiaria está montado. La reacción inicial no tiene que pasar por filtros para generalizarse. Antes había intermediarios entre la opinión individual y la opinión pública, los medios de comunicación captaban la reacción inicial, la decantaban y la difundían. Había tiempo entre el punto de partida y el resultado final. Ahora no, con la tecnología moderna, el ciudadano coloca lo primero que se le ocurre en la red y su twitter llega instantáneamente a más personas de las que leen el periódico, escuchan la radio o ven el noticiero de televisión. Ni siquiera llega la opinión personal ya pensada, sino la primaria.
Así se inicia el proceso que completa su ciclo en segundos. El medio de comunicación llega tarde, no es ni orientador ni filtro. Al menos no a corto plazo. Encuentra hechos cumplidos y mientras los registra se cumplen muchos más. La inmediatez tecnológica se plantea unos nuevos retos a la democracia.
Esta vez quedaron esbozadas las condiciones en que se gobernará el país en un nuevo ambiente enrarecido. El gran interrogante es cómo evolucionarán el malestar y la reacción instantánea. De la respuesta depende que el terremoto y sus réplicas sean una lección para evitar cataclismos o solo el mal recuerdo de una reforma que no alcanzó a nacer.