Cuando mencionamos a William Faulkner es inevitable que el primer pensamiento que venga a nuestra mente sea el de cualquiera de los títulos más exitosos de su bibliografía, como “El Ruido y la Furia” o “Mientras Agonizo”, pero seguramente muy pocos podrán evocar alguno de los textos tardíos que componen una de las facetas más alternativas y menos conocidas de este autor, la de ensayista. Atomizadas a lo largo de múltiples publicaciones editoriales de la época, cosa que ha complicado su compilación, probablemente una de sus piezas más destacables y oportuna para nuestros tiempos sea “On Privacy, The American Dream”, publicado en el verano de 1955 por Harper’s Magazine.
En éste, Faulkner manifestó su malestar con las múltiples presiones sufridas para que colaborara con un artículo que iba sobre él como persona y no sobre su obra. Aunque neutralizó la iniciativa en un primer momento, una década después y tras haber ganado ya el Nobel de Literatura, aquel terminó imprimiéndose contra su voluntad. Este hecho que calificó de impune, aunque entendible desde el punto de vista comercial, desvirtuaba para él el pilar fundamental de la libertad individual del Sueño Americano. Estaba dispuesto a aceptar cualquier crítica o elogio por aquello que voluntariamente hubiese relatado en sus novelas, pero consideraba que su vida privada le pertenecía “hasta que cometiera un crimen o se postulara a un cargo público”.
Casi 70 años han pasado desde aquellas palabras y sus preocupaciones siguen teniendo una inquietante vigencia, pues con cada vez mayor frecuencia los escritores se ven empujados, bien por sus propios editores o por las fuerzas invisibles del mercado, a integrar algún elemento dinámico de tipo social que les acerque a sus lectores con la expectativa, no necesariamente correspondida, de vender más ejemplares. Mientras los autores consolidados pueden todavía disfrutar de la lujosa prerrogativa del exilio creativo voluntario, empieza a hacer carrera la tendencia de que los más jóvenes deban evidenciar un número mínimo de seguidores para ser dignos de invertirles tinta y papel. Estamos a las puertas de la nefasta implantación de la popularidad como prerrequisito del talento.
Contrario a otras expresiones artísticas como la música o la actuación, la escritura es un ejercicio inherentemente introspectivo y solitario que no se identifica con la extroversión que se requiere para la creación de contenido. Los auténticos escritores escriben por una exigencia casi fisiológica de hacerlo, porque necesitan desembarazarse de la narración que se les atraganta en el alma (como un parto, si se quiere) y es sólo incidentalmente que hacen dinero transformando su creación en un producto de consumo. Hacia fuera, sus personajes podrán estar sujetos a la tiranía del like, pero hacia dentro, el escritor es dueño de sí mismo, como bien predicaba Faulkner.
El influencer necesita followers para alcanzar su realización, sin ellos no tendría a quién influir y desaparecería la ilusión de su poder, mientras el escritor ya lo es por el mero desarrollo de su actividad. Que le lean o no es una simple contingencia colateral de la que dependerá sencillamente el no morir de hambre y poco más.