Hace poco más de un año, el jurado del prestigioso International Booker Prize no tuvo más remedio que rendirse sin resistencia ante la mastodóntica obra de Geetanjali Shree titulada “Tomb of Sand”, un volumétrico teseracto de 700 páginas protagonizado por la octogenaria Ma y en el que su autora hizo absolutamente todo lo que le vino en gana.
Empezando como una anciana inválida que no quería levantarse del sofá, el lector asiste a la espectacular transformación de Ma, quien tendrá tiempo para reivindicar su lado más feminista, alzar su voz contra el calentamiento global y poner en perspectiva lo absurdo del conflicto indio-pakistaní. Todo esto frente a la incrédula resistencia de los miembros de su familia, quienes, salvo por su hija Beti y su amiga transgénero Rosie Bua, no entienden por qué su madre insiste en no marchitarse en silencio.
Aunque el criterio unánime de la crítica consideró a “Tomb of Sand” como una beligerante y disruptiva sorpresa de la literatura india, resulta paradójico que, a dos años de su publicación en inglés, nadie se haya interesado en traducirlo al español, aunque sí al francés. Esta situación bien podría achacarse a lo vasto de su tamaño comparado con la incertidumbre de su potencial retorno económico, una hipótesis atractiva que pierde fuelle cuando nos sumergimos a profundidad en el análisis de los antecedentes del galardón, ya que de éste emerge una curiosa conclusión: los autores asiáticos no le interesan lo suficiente a la industria.
Una verdad incómoda para decir en voz alta, pero inapelable cuando desde 2016 todas las obras premiadas han sido traducidas, menos dos, “Tomb of Sand” y “Celestial Bodies” de la omaní Jokha Alharthi (256 páginas). Basta con remitirse a los finalistas de los últimos años para evidenciar cómo los autores europeos, tanto desconocidos como consolidados, han ganado la partida con contundencia.
Así pues, obras de calidad que en 2022 se quedaron a las puertas de la consagración internacional, como “Cursed Bunny” (256 páginas) y “Love in the Big City” (240 páginas) de los coreanos Bora Chung y Sang Young Park, “Happy Stories, Mostly” (168 páginas) del indonesio Norman Erikson Pasaribu o “Heaven” (192 páginas) de la japonesa Mieko Kawasaki, serán prácticamente inaccesibles para los lectores de habla hispana.
La falta de interés del mercado en la literatura asiática es una presunción fácilmente controvertible, pues de fondo tenemos el atronador éxito comercial de Haruki Murakami y los decentes desempeños en ventas de autores como Salman Rushdie, Mo Yan (Nobel 2012) o Kazuo Ishiguro (Nobel 2017), pero su continente es demasiado extenso para consolidarlo escuetamente en sus plumas y ahí es donde está el llamado a apostar por él.
Un poco más de inversión y osadía en la publicación de otras voces de este coloso ignorado que es Asia, empezando por los autores laureados como Shree y Alharthi, por ejemplo, seguramente ayudará a romper el círculo vicioso de una dinastía literaria que se imprime poco porque no encuentra acogida entre los lectores, pero que no ha tenido la oportunidad de encontrar acogida entre los lectores porque se imprime poco.