El mandato de Joe Biden en los Estados Unidos ha visto crecer la relativa impotencia del país en su propio hemisferio. A pesar de la retórica profundamente democrática e institucionalista del presidente, este se ha dejado humillar por la paupérrima tiranía venezolana, que ha logrado imponer gobiernos amigos en gran parte de la región, asegurar la impunidad para Alex Saab, disminuir las sanciones estadounidenses en su contra e incluso coquetear con la invasión de una democracia vecina sin mayores consecuencias. Ninguna de estas concesiones ha resultado en mayores garantías para María Corina Machado, por lo que Nicolás Maduro puede declarar con confianza que se aferrará al poder “por las buenas o por las malas.”
Biden reconoce sabiamente que Colombia ha representado una “piedra angular” para la democracia en la región, pero se equivoca al tratar al presidente Petro como si fuera un genuino demócrata, otorgándole la dignidad de mediar entre los intereses de la poderosa democracia que detesta y la patética tiranía que siempre ha adorado. Esta debilidad ante el autoritarismo de izquierda, muy distinta a la actitud del mismo Biden frente a los aliados de Maduro en Rusia y China, se vio reflejada en su triste silencio ante el ataque al Palacio de Justicia de la semana pasada, claramente diseñado para intimidar a nuestros magistrados y así imponer la voluntad de los violentos.
A pesar de todo ello, la situación probablemente empeorará si Donald Trump resulta vencedor en las elecciones presidenciales de este año. De ser así, tanto Colombia como Estados Unidos tendrían jefes de estado caracterizados por sus ataques a la prensa y las altas cortes, su apoyo tácito a la violencia política al servicio de sus movimientos, sus insultos viciosos y entorpecedores de la diplomacia, y su tendencia a la apología del autoritarismo y el desprestigio de sus aliados democráticos tradicionales.
A diferencia del mexicano López Obrador, cuyo populismo puro le permite convivir tanto con Trump como con Maduro, Gustavo Petro es un ideólogo recalcitrante de la extrema izquierda. Tanto Petro como Trump carecerían de la autoridad moral para criticar al otro por sus acciones antidemocráticas, pero ambos lo harían buscando polarizar y radicalizar a sus respectivas poblaciones. Siendo así, las relaciones entre nuestros países alcanzarían su nivel más bajo desde la separación de Panamá de Colombia hace 121 años.
Sería lamentable ver el deterioro de una relación que, en momentos críticos, nos ha ayudado a fortalecer nuestra vocación democrática. En 1996, cuando el gobierno de Bill Clinton descertificó al gobierno Samper pero enfatizó su interés en el bienestar del pueblo colombiano, nos mostró con su ejemplo la importancia de castigar electoralmente a los intereses conexos al narcotráfico. Pocos años después, la consolidación del Plan Colombia bajo auspicios estadounidenses nos permitió superar lo peor del conflicto armado sin caer en una dictadura semejante a las de varios países vecinos.
Debemos recordar que Colombia, a pesar de sus retos mayores y recursos más limitados, también ha logrado en otras instancias superar a los Estados Unidos en su vocación democrática. En 1821, comenzamos la abolición de la esclavitud a nivel nacional, proceso que concluyó en 1851, catorce años antes de que los estadounidenses lograran lo mismo.
En la actualidad, resalta el contraste entre Iván Duque y Donald Trump; mientras que el primero cedió el poder al actual presidente con digna caballerosidad, el segundo lo abandonó en medio de arengas incendiarias y alegaciones de fraude. Esperemos, por el bien del continente, que tanto Washington como Bogotá recuperen sus rumbos.