En su revolucionario libro de 1986, “El Imperio de la Ley”, Ronald Dworkin, el inmortal profesor de derecho de la Universidad de Nueva York, presentó ante el mundo a su memorablejJuez Hércules, un idealizado personaje ficticio creado como estándar aspiracional de la judicatura norteamericana. Este magistrado en estado supremo de iluminación no solo tiene un conocimiento omnisciente de la regulación y la jurisprudencia, sino que también logra comprender y armonizar las diversas escuelas de pensamiento jurídico del siglo XX para dar una respuesta asertiva y justa, incluso a los casos más difíciles que aterrizan sobre su escritorio. ¿Será ChatGPT el Juez Hércules por el que la filosofía aguardaba con tantas ansias? Por el bien de los abogados de carne y hueso, Dios quiera que no.
Dado el inesperado acelerón que la inteligencia artificial ha tenido en los últimos meses en la carrera hacia su integración plena en nuestro sistema judicial (como la más que disruptiva sentencia cartagenera de los últimos días), hemos llegado tarde a la discusión sobre el rol que deberíamos asignarle a ésta en el ecosistema de cualquier proceso. Y de entre todas las preguntas que aún nos faltan por debatir, sin lugar a duda, la realmente importante, y que en últimas definirá el futuro de la administración de justicia, es “¿Quién tomará la decisión final?” Y, si nos decantamos por el juez como mamíferos parcializados que somos, “¿Hasta cuándo?”
Aunque hoy muchos crean que ChatGPT, o mañana la Bard que está cocinando Google, son la materialización de la fantasía dworkiniana del juez Hércules, y pretendan hacerlo funcionar como una especie de Oráculo de Delfos (o, más contemporáneo aún, la supercomputadora “Pensamiento Profundo” que vimos en “La Guía del Viajero Intergaláctico”) al que simplemente hace falta cargarle los hechos y las pruebas, oprimir un botón y esperar unos segundos de calculación para obtener una sentencia perfectamente objetiva, como escrita por los mismísimos dioses de la ley, no podemos estar más lejos de ello.
El Derecho no funciona como una mera ecuación aritmética, no se trata simplemente de una sumatoria de argumentos a la que se le restan algunas defensas y como resultado te arroja un fallo en uno u otro sentido, ya que transversalmente le permean elementos subjetivos como juicios de valor que, de momento, ChatGPT no es capaz de reducir a líneas de código y que condensan la esencia intrínsecamente humana que encierra cualquier procedimiento judicial. Así pues, aunque en el corto plazo ChatGPT podrá automatizar muchas labores que actualmente desarrollan los auxiliares de la justicia (redactar sentencias, buscar jurisprudencia aplicable al caso bajo análisis, etc), el criterio sobre la decisión final deberá (y debería) seguir en manos del juez cárnico.
Pero, entonces, ¿qué pasará mañana cuando la refinación tecnológica y la sofisticación algorítmica de la inteligencia artificial le dote de algo técnicamente equivalente a la sensibilidad moral y ética con la que emitimos juicios de valor? Bueno, llegado ese día sí que tendremos un problema, pues nuestro aporte diferencial a la justicia se disipará por completo y podríamos estar ante el despertar del juez Hércules.