El (fatal) triunfo del liberalismo | El Nuevo Siglo
Domingo, 22 de Septiembre de 2019

Desde que en 1989 Francis Fukuyama publicó en las páginas de The National Interest su ensayo seminal sobre “el fin de la historia”, muchas han pasado y otras no.  Colapsó el comunismo soviético y se anunció el advenimiento de un “nuevo orden mundial”, en el que -entre otras cosas- una suerte de “geoeconomía” sustituiría a la “geopolítica”.

Pero otros regímenes comunistas perduraron -unos adaptándose sin cambiar y otros congelándose en el tiempo-, y al cabo de los años, el mundo sigue siendo “prisionero de la geografía” (como bien lo describe Tim Marshall en su libro).  Rusia fue invitada e incorporada al G-7 en 1997, y luego suspendida en 2014, para luego retirarse definitivamente en 2017…mientras que se ha vuelto a hablar de rivalidad entre potencias, e incluso de una “nueva Guerra Fría” entre algunas de ellas.  Tras la caída del muro de Berlín, los Estados Unidos emergieron como “superpotencia solitaria”, lo que no impidió que fueran atacados en su propio territorio por una organización terrorista que empleó para ello aviones comerciales.  Y a la postre, esa “superpotencia solitaria” acabó exhausta, sembrando el caos en Iraq, y enredada en Afganistán en una guerra aparentemente interminable.

Todo muy histórico y poco post-histórico.  La historia, como lo ha reconocido el propio Fukuyama no llegó a su desenlace. Antes bien: se ha venido prolongando “con la incorporación de otros medios”.  Pero su intuición fundamental sí se ha cumplido: el triunfo del liberalismo, al menos en el terreno ideacional y normativo.  De hecho, ha sido su triunfo -y el paradójico descontento de sus beneficiarios- el que ha conducido, de modo fatal, a la crisis en que actualmente se encuentra.

El desarrollo económico sin precedentes ha permitido reducir la pobreza de forma significativa en todo el mundo.  Pero la clase media de hoy es, en su mayor parte, tremendamente vulnerable y los desarrollos tecnológicos y científicos no harán más que aumentar esa vulnerabilidad durante los próximos años.

La exitosa reivindicación de derechos y libertades frente a la tiranía totalitaria ha degenerado en el abuso del derecho, a la idea de que “todo es derecho y a todo se tiene derecho”, dando pábulo a la exigencia inacabable de beneficios y prestaciones sin contraprestación alguna, con fundamento en principios absolutos y abstractos esgrimidos sin considerar los limitados recursos disponibles, ni el impacto potencial o los efectos colaterales de su reconocimiento en otros ámbitos del orden y la vida social cuyo equilibrio también debe ser garantizado.

La presunción liberal de la legitimidad de los gobiernos elegidos popularmente ha sido hábilmente pervertida por autócratas iliberales para aferrarse al poder, desmontar el Estado de Derecho, y despojar a la democracia de su sustancia, conservando de ella solamente la forma vacía de los rituales electorales.

El reconocimiento cada vez mayor del individuo y de la primacía de su dignidad, que son enseña del liberalismo, ha degenerado en pura fragmentación identitaria.  El espacio cívico-común -esencia de la democracia y el republicanismo liberal- ha sido sustituido por una sociedad neo-estamental, fundada en privilegios particulares defendidos con prurito casi religioso por profetas e inquisidores de todas las causas.

Al enorme esfuerzo hecho por el liberalismo para cumplir las promesas que le son más propias, se le ha venido a sumar -como consecuencia de sus virtudes- la demanda creciente de otras que nunca hizo, y para las cuales no está en modo alguno diseñado.  El resultado es una creciente frustración frente a la democracia liberal, a la que se le reprocha no proveer aquello que sólo un gobierno efectivo y responsable, y una política económica prudente y diligente, y un individuo verdaderamente autónomo y apropiado de su destino, podrían proporcionar.

Así, el liberalismo sufre hoy de una penosa neurastenia y enfrenta desconcertado el desbordamiento de su propia suerte.  Nacionalismo, populismo, política identitaria, y emocionalismo, entre otros, demuestran que la historia no ha terminado; y que, por lo tanto, el liberalismo tiene que seguir dando la batalla, especialmente contra aquello en que han querido convertirlo.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales