Al momento de escribir esta columna, parece ya casi un hecho irreversible: en enero próximo, Joseph Biden se convertirá en el 46° Presidente de los Estados Unidos. Resulta poco probable que, por mucha artillería verbal y por mucha gimnasia litigiosa que despliegue su predecesor y contrincante, éste pueda permanecer en la Casa Blanca por “cuatro años más”, como coreaban sus partidarios en los mítines durante la campaña.
Permanecerá, sin embargo, y en más de una forma, en la política estadounidense. El “trumpismo” no desaparecerá de la escena. Tampoco desaparecerán -y ni siquiera amainarán un poco, en el corto plazo- las fuerzas centrífugas y disruptivas que han provocado la fractura institucional, social y cultural que atraviesan los Estados Unidos, y de las que, en buena medida, el “trumpismo” es, al mismo tiempo, síntoma y catalizador.
“El bien que hacen los hombres desaparece con ellos. El mal, en cambio, les sobrevive” -dijo alguien sabiamente-. Y acaso no haya nada más cierto que esto en política. A la fruición de la victoria, muy pronto sucederá la preocupación ante el lastre que hereda y los desafíos que, rápidamente, tendrá que afrontar la nueva administración. No habrá luna de miel, ni siquiera tregua. Biden y su equipo han de estarse preparando ya para un tempestuoso y agitado interregno. El hombre que detesta perder no le hará fácil la vida al hombre número 46. Las próximas 11 semanas serán críticas y riesgosas. Tal vez, las más críticas y riesgosas -e incluso pasmosas- de la historia reciente de los Estados Unidos.
Pero habrá mucho más qué resolver. Por ejemplo, la perspectiva de un gobierno dividido, con los republicanos controlando eventualmente el Senado y apostando por el obstruccionismo. O el hecho innegable de que, al interior de su propio partido, coexiste un variopinto conjunto de visiones y de grupos, unos más extremos que otros, que alistan ya su lista de deseos y esperan cobrar su cuota de triunfo para satisfacerla. Deseos cuyo cumplimiento, por otro lado, resultaría un verdadero emético en medio del malestar que aqueja al país, y no el remedio lenitivo que tanto necesita. Un remedio que sólo un liderazgo de talla verdaderamente histórica, un sentido de responsabilidad política superior, un juicio prudente y una disposición al compromiso, en uno y otro partido -y al interior de cada uno de ellos- podría proveer.
Hay, infortunadamente, más de una razón para sospechar que ese no será fácilmente el caso.
No faltarán quienes contemplen la situación en Estados Unidos con satisfacción. Incluso, con sentimientos vindicatorios. La anhelada decadencia del “imperio”. El “imperio” degradándose a sí mismo. La estatua de la libertad convertida en las ruinas de Ozymandias que cantó el poeta Shelley…Deberían moderar su entusiasmo. Lo saben los aliados, amigos, rivales, y adversarios de Estados Unidos. Lo supo Calpurnia, profética, en el “Julio César” de Shakespeare: “Cuando muere un mendigo no aparecen cometas. La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales