Una cosa son los historiadores, y otra, los “distoriadores”, un neologismo que está en mora de acoger la Real Academia de la Lengua, y que describe a la perfección lo que han hecho, y siguen haciendo, quienes se dedican a distorsionar la historia, torturando el pasado para promover sus intereses en el presente, y justificar así la imposición -a quemarropa y sin beneficio de inventario- de su propia idea del futuro.
Distoriadores ha habido desde que hay historia (puede que incluso antes, pero de ello faltan registros (cosa que, por lo demás, poco importa a los distoriadores). Y ha habido también para todos los gustos, de todas las calañas y colores, y al servicio de todas las causas, unas mejor intencionadas que otras. Distoriadores fueron los que fraguaron la “Donación de Constantino”, que convalidó por siglos el poder temporal del Papado -uno de esos extravíos a los que la Iglesia, milagrosamente, ha sobrevivido-, hasta que Lorenzo Valla lo puso en entredicho a punta de filología. Distoriadores fueron los que redactaron, comisionados por Kemal Atatürk, aquel manual de obligatoria consulta en todas las escuelas, llamado simplemente así: “Historia”, para hacer de “su” Turquía la madre primigenia de todas las civilizaciones, y, en consecuencia, la única verdaderamente digna de ese nombre, una civilización superior a todas las demás. “Escribir la historia” -dijo una vez el propio Atatürk- “es tan importante como hacerla”. Distoriador es Putin, que enciende una vela al ícono del zar Nicolás II y otra a la efigie de Stalin para reclamarse heredero de ambos. Y distoriadores, también, los que hoy, desde la comodidad de sus cátedras, transformadas en plataformas para el activismo, disfrazan de argumentos los desafueros de quienes exigen demoler la estatua de Constantino en la ciudad de York y simultáneamente aplauden la inauguración de una de Lenin en un parque de Londres.
Se sabe bien cuál es el manual que siguen los distoriadores. Para ellos, la historia no está hecha de hechos sino de interpretaciones subjetivas. Para ellos, la historia no es una cuestión factual, sino el botín de una batalla moral que libran contra el pasado para conquistar el presente. Los distoriadores son los apologetas de una guerra cultural que opera combinando el anacronismo con el presentismo, la purga y el revisionismo. Para los distoriadores poco importa la verdad, sino la presunta justicia de la causa: “Qu'importe la victime si le geste est beau”.
Al distoriador le interesa poco aprender del pasado. Aspira a sojuzgarlo, a hacerlo contemporizar a conveniencia. Nacionalistas autoritarios o redentores progresistas, a los distoriadores de hoy los anima una idéntica vesania. Por eso sustituyen las razones de la historia con las emociones de la memoria. Saben que aquellas explican y que éstas inspiran. Que aquellas aleccionan y que éstas justifican. Que aquellas construyen y que éstas arrasan. Tiene razón E.M. Cioran en su advertencia, para el caso perfectamente aplicable: “Siervo (de su historia), aquel pueblo construyó catedrales. Emancipado (de ella) horrores solamente”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales