Corresponde al profesor Eduardo Barajas, decano fundador de la actual Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario, la invención del término “distoriador”, que inspiró esta columna la semana anterior, y que suscita también la continuación aquí de aquellas reflexiones. “Distoriador” -dice el profesor Barajas, en una suerte de “diccionario personal” que ha ido compilando a lo largo de los años- es “aquel que trata de distorsionar hechos históricos para adaptarlos a su conveniencia”.
El quehacer de los distoriadores no es, en modo alguno, una sinecura. Antes bien, supone tanto talento como pericia, y tanta técnica como disciplina. Por eso a veces resulta tan fácil confundir distoria con historia, y tomar a los distoriadores por historiadores. De ahí el peligro que encarna la influencia que los distoriadores han venido ganando en la discusión pública y, cada vez más, en el mundo académico. Si fuese mera ficción, la distoria no sería más que literatura. Puede que, incluso, de la buena, y en todo caso inocua. Pero la distoria es todo, menos inocua; y se ha convertido en una forma poderosa -aunque grosera y engañosa- de conocimiento.
Ese conocimiento les permite a los distoriadores manipular la historia. Torturarla hasta hacerla decir lo que no quiere ni puede decir. Hasta hacerle callar lo que, objetivamente y con base en evidencia fácilmente contrastable, es un grito a voces del pasado.
Les permite, también, hacer de la historia un arma política, convertirla en un campo de batalla.
Por eso recurren, con tanta facilidad como frecuencia, a expresiones como “herida histórica” o “deuda histórica”. No para explicar los acontecimientos del pasado sino para desplazarlos del terreno de la realidad al campo minado de las pasiones y las emociones, al tiempo que los reviven en una especie de eterno presente (sonoramente llamado “memoria colectiva”), en el que, con toda certeza, jamás podrá restañarse la herida ni saldarse la deuda. Cosa que, por otro lado, poco o nada les importa realmente.
Por eso elaboran sofisticados y seductores discursos en los que no cesan de invocar al enemigo atávico -la causa original de todos los males, agravios e injusticias-, y azuzan la búsqueda de chivos expiatorios cuya inmolación demandan como precio a pagar por la supervivencia de la tribu. Por eso exigen pruebas de adhesión y certificados de pureza, montan autos de fe, y constituyen tribunales y comités de salvación para disciplinar a los desviados. Por eso se apoderan de las más legítimas reivindicaciones, no tanto porque busquen su satisfacción, sino porque les interesa alimentar el victimismo y explotar la animosidad social en beneficio de su causa.
Una causa que puede ser cualquiera. De distoriadores se han servido bolcheviques, fascistas y yihadistas. Y se sirven hoy también supremacistas blancos y activistas antirracismo, defensores de la diversidad y líderes nacionalistas.
La historia está llena de distoriadores. Pero no tienen que ser ellos quienes, al final, la escriban, adaptándola a su conveniencia.