“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, dice Charles Dickens al empezar la “Historia de dos ciudades”.
Las tres últimas décadas han sido en Colombia el mejor de los tiempos.
Un nuevo experimento de convivialismo político dio lugar a la Constitución de 1991, por cuenta de la cual el país ha experimentado transformaciones sustanciales en su vida política, institucional y social. De ello dan cuenta, entre otros, la democracia participativa; la Corte Constitucional; la acción de tutela; y el reconocimiento de un catálogo más amplio de derechos que la jurisprudencia de esa misma corte, precisamente por vía de tutela, se ha encargado de ensanchar más todavía, especialmente a favor de grupos minoritarios o vulnerables, y de una forma a veces demasiado creativa y no siempre prudente.
Por otro lado, el país logró resistir el envite de los grandes carteles del narcotráfico, en lugar de resignarse al maridaje espurio que éstos quisieron imponerle. Y sin dejar de apostar por la paz, hizo un esfuerzo sin precedentes para afrontar la amenaza de las organizaciones armadas ilegales que, en connivencia con el crimen organizado, llegaron a asediar al conjunto de la sociedad y sometieron a muchos colombianos al imperio de la violencia más cruel e indiscriminada. Ese esfuerzo hizo posible la desarticulación y desmovilización de varias de esas organizaciones, y fue precondición lógica y política del acuerdo alcanzado con la guerrilla de las Farc, hace tres años.
Entre 2005 y 2018, la economía colombiana creció un 4% anual, muy por encima del 2,6% latinoamericano. La pobreza cayó del 42,3% al 27,6%. El acceso a la educación secundaria aumentó significativamente, y también aumentó la cobertura de los servicios de salud, que pasó del 24% en 1993 al 94% en 2017. Aumentaron también la fuerza laboral y el consumo; y la inversión alcanzó un histórico 27%. Y un variado conjunto de acuerdos comerciales ha abierto a los productos colombianos las puertas de casi 50 países -un mercado potencial de más de mil millones de consumidores-.
Pero también han sido el peor de los tiempos.
La confianza de los ciudadanos en las instituciones y su capacidad para representar y tramitar sus demandas y expectativas se han deteriorado significativamente. Un desbordado hiperactivismo judicial, que defiende en abstracto toda suerte de derechos, pone en riesgo real su sostenibilidad. La inflación normativa y regulatoria es una carga onerosa que frustra las iniciativas de la gente y estimula el cumplimiento transaccional de la ley. La corrupción ha permeado distintas prácticas públicas y privadas, en una perversa relación simbiótica con la sociedad. Una peligrosa visión identitaria de la vida política y social ha venido ganando terreno, en desmedro de la visión cívica propiamente democrática y republicana. La fragilidad del consenso público fundamental es aviesamente aprovechada por oportunistas líderes políticos en su propio beneficio.
El narcotráfico ha tomado nuevos aires y el crimen organizado se cierne como una amenaza crónica sobre la sociedad, obstaculizando la estabilización y la consolidación. En algunos lugares, una violencia parece estar sustituyendo a otra, a pesar de los avances en la implementación del Acuerdo Final con las Farc.
El crecimiento no ha venido acompañado de mayor productividad ni diversificación, ni de más competencia económica. Tampoco de una mayor y mejor distribución de la capacidad de consumo. El 39% de la población, que no es pobre, es sin embargo aún vulnerable; y el 27% permanece anclado en una pobreza casi sedimentaria. La calidad de los bienes y servicios públicos está rezagada frente a su cobertura, con el riesgo de hacerla nugatoria. Las asimetrías geográficas y la brecha que se deriva de ellas apenas si se han reducido.
Un inventario verosímil y responsable del país que ha surgido de los últimos 30 años -buenos y malos tiempos por igual- es fundamental para empezar, honestamente y de buena fe, la “gran conversación” a la que ha invitado el Gobierno Nacional a raíz de las manifestaciones de la semana pasada. No hacerlo sería engañarse y engañar a la ciudadanía. Se puede tener éxito en ello y salir impune del intento, por ahora. Pero no se puede engañar indefinidamente a la historia, falseando el presente, ni tampoco al futuro, prometiendo imposibles.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales