“Un gesto chino que es también un logro geopolítico”
El poder tiene distintas fuentes y manifestaciones, y se ejerce en los más diversos ámbitos. Unas y otras cambian a lo largo de la historia universal, y, hasta cierto punto, esas mutaciones explican también las variaciones en el juego geopolítico y diplomático internacional. Las alianzas dinásticas -que fueron un elemento esencial de ese juego entre los siglos XV y XVIII- hoy son una reliquia, de la que sin embargo los expertos (y los curiosos) siguen extrayendo aleccionadoras conclusiones.
En esos mismos siglos, difícilmente hubiera imaginado el más iluminado estratega que más allá del territorio, entendido como tierra firme, existiera algo como las competencias territoriales menores que hoy reconoce el derecho internacional del mar, y que son objeto de disputa entre los Estados en diversos lugares del mundo. Mucho menos hubiera imaginado alguien cosa alguna como el ciberespacio o el dominio del espacio exterior, para el control de los cuales algunas naciones han creado incluso componentes especializados en sus fuerzas de seguridad y defensa.
Como sea, en sus diversas expresiones, el poder puede ser duro. O blando. O inteligente. El poder duro: la capacidad de hacer que otro haga lo que uno quiere, por la vía de la coerción o de los incentivos, tanto políticos como materiales (es decir, a punta de garrote y zanahoria). El poder blando: la capacidad de hacer que el otro quiera lo que uno quiere, y que opera mediante la inspiración, la admiración, la emulación (la seducción, incluso). Y el poder inteligente: la prudente combinación de ambos, en las dosis oportunas y proporciones adecuadas, para alcanzar los propios objetivos y satisfacer los propios intereses.
En su aparente simplicidad, esta distinción -debida a Joseph Nye, profesor y practicante de las disciplina de las Relaciones Internacionales- tiene una enorme capacidad para explicar lo que ocurre en la escena internacional, la forma en que se comportan los Estados y conducen los gobiernos la política exterior.
También podría ser útil a la hora de examinar las dimensiones diplomáticas y políticas de la extraordinaria situación mundial que ha generado la pandemia del Covid-19 y su impacto en la política internacional.
No cabe duda que cuando pase la tempestad, la calma que venga será una calma (¿calma?) muy distinta a la calma (¿calma?) precedente. A fin de cuentas, la gestión de la pandemia es también una competencia política, interna e internacional, en la que habrá ganadores y perdedores. Y en esa competencia, se verán en toda su extensión los alcances, el verdadero poder del poder blando.
Ganarán los gobiernos que se muestren más eficaces, no sólo en la atención de la emergencia y la contención de la enfermedad, sino en la respuesta a sus efectos económicos y sociales. Aquellos gobiernos que adopten las medidas más pertinentes y que logren transmitir mejor los mensajes, el llamado a la calma y a la prevención. Aquellos gobiernos que logren desplegar mejor las capacidades de los sistemas sanitarios. Los que, incluso a pesar de enfrentar el desafío del pico epidemiológico, logren, con la mayor eficiencia, “aplanar la curva” del contagio. Ganarán, en últimas, los Estados que demuestren la mejor gobernanza de la crisis, no sólo en el plano estricto de la salud pública, sino de la generación de confianza, del llamado a la solidaridad y la corresponsabilidad. Esos Estados, esos gobiernos, habrán acumulado un capital político y generado un capital social invaluables, no sólo al interior de sus sociedades, y eventualmente, ante el resto del mundo.
Es lo que acaso intenta hacer China, al enviar a la agobiada Italia un avión con un equipo de médicos especialistas “listos para compartir su experiencia”, y todo un arsenal de equipos médicos -desde mascarillas hasta trajes especiales de protección y ventiladores pulmonares-. Un gesto que contrasta con la desarticulada (y en algunos casos francamente insolidaria) respuesta de los socios europeos de Roma, y con la reacción ensimismada de otros Estados que, al menos por ahora, intentan navegar en solitario (¡sálvese quien pueda!) la tormenta.
Qué más da que no sea un gesto puro de altruismo -el tercero, tras uno similar con Irán e Iraq-. Qué más da que si con ello el régimen chino lava sus propias faltas y sus culpas -que no son pocas-. Muchos admirarán ese gesto. Lo contrastarán con las acciones de otros. Mirarán a China con ojos distintos. Y China se habrá anotado un éxito tan importante como una batalla, a fuerza de poder blando.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales