En su más reciente entrevista, a propósito del lanzamiento en inglés de su último trabajo “Novelist as a Vocation”, Haruki Murakami, el prolífico autor japonés que desde hace una década cursa el doctorado en paciencia impartido por la Academia Sueca, dejó, seguramente sin intención de ello, la mejor de sus reflexiones para la última pregunta. Una que, curiosamente, nada tenía que ver con el libro que estaba promocionando: ¿qué es lo siguiente que planea leer? A lo que Murakami, tan impasible como sus panorámicas en tinta del Tokio melancólico, simplemente respondió que cuando termine con el libro que está ahora se tomará un tiempo para pensar en el próximo, pues le “gustaría aferrarse a esa anticipación, al placer de elegir lo que viene después”.
Teniendo en cuenta la ineludible finitud de nuestra propia mortalidad y la gigantesca oferta editorial en español que cada año aumenta de sesenta mil en sesenta mil, la decisión sobre qué libro vamos a leer después no es ya de una gran importancia sino, incluso, diría yo, de una trascendencia vital. Tristemente, nuestro sistema nunca nos ha educado para hacer frente a esta situación y por eso suele ser un asunto que se toma bastante a la ligera, sin calcular los daños colaterales que provoca la apertura de un libro en específico. El inocente acto lector de comenzar cualquier novela tiene una resonancia multiversal respecto de todas aquellas otras que, automáticamente, reducen sus probabilidades de ser leídas por dicha persona o, en el peor de los casos, sencillamente se extinguen para siempre.
En mi caso personal, y sin entrar a discutir el tsundoku patológico de coleccionismo irremediable que yo mismo he tomado el atrevimiento de diagnosticarme, prácticamente ningún libro que compro se convierte inmediatamente en material de lectura, sino que, por el contrario, entra en una especie de tómbola metafísica en la cual gira erráticamente y en parsimonioso descontrol con los demás títulos que he adquirido, mientras las ganas de leerlo se maceran lentamente en lo más profundo de mi libre albedrío. Entonces, un día cualquiera, bien sea siete días o siete años más tarde y sin ninguna justificación racional que valga la pena mencionar, mi cuerpo sabe que ha llegado la hora de leer un ejemplar en específico y va directamente a buscarlo a la estantería donde ha acumulado polvo esperando su gran día con obediencia ejemplar.
Este procedimiento se ha repetido a rajatabla en mi mente durante muchísimos lustros y es a raíz de tantísimas series que he aprendido que cualquier libro del que me apropie en el presente no es más que un mensaje embotellado que pretendo enviar a mi yo del futuro. Un pequeño e íntimo obsequio que, ni yo sé cuándo, será abierto por mí mismo (o tal vez no) transportando en su interior una segunda alegría, la del reencuentro posterior, que revivirá aquel primer subidón de adrenalina tras su descubrimiento original en la librería de turno y que me empujó por encima del umbral de la indecisión hasta la caja registradora. Me gusta pensar que Murakami también lo entiende así.