Estuve en Granada, en el Oriente Antioqueño. Increíblemente, aunque he recorrido mucho este país y llevo una vida entera trabajando con poblaciones víctimas del conflicto armado, no había estado allí, ni conocía el Salón del Nunca Más.
Nadie sale igual después de entrar a ese lugar. Una galería de fotos con los rostros de las víctimas de asesinato y desaparición forzada sumergen al visitante, de sopetón, en la violencia de la primera década de los 2000; probablemente el período más vergonzoso de nuestra historia. Son cientos de hombres, mujeres, niñas y niños que lo miran a uno a los ojos y que, de alguna manera, lo interpelan.
Por cada víctima representada en cada foto hay, en una estantería, una bitácora; un cuaderno en el que las familias, los amigos y los visitantes escriben palabras para los ausentes. Es una especie de escritura ritual para mantener el vínculo con los que ya no están y contarles cómo ha transcurrido la vida desde su partida. Abrir cualquier bitácora, al azar, es entender la dimensión más profunda del dolor. Duele que la hija haya nacido sin conocer al padre y que este no pueda acompañarla el día de su grado, ni en la boda, ni en el nacimiento de su hijo. Duele la ausencia. Visitar el Salón del Nunca Más es comprender que después de la violencia, lo único que queda es el dolor.
La violencia irrumpe y, en un instante, cambia para siempre el curso de la vida de varias generaciones. La ausencia de los seres queridos es permanente, el vacío se instala en cada uno de los días de los deudos y prolonga su aflicción hacia el futuro. Recordar es lo único que apacigua un poco ese dolor. Hacer memoria, comprender lo que pasó, compartir la tristeza con los otros y honrar la vida de los ausentes es una manera, también, de evitar que el horror se vuelva a repetir; de allí la importancia del Salón del Nunca Más y de los otros lugares de la memoria que dan cuenta del conflicto armado en Colombia.
Recordar hechos atroces no es fácil, pero es mejor que olvidar y que ser olvidado. Estando en el Salón, su directora me contó de una actividad teatral que hacían cuando empezaron a diseñarlo, hace 20 años. Un mercader, cargado de morrocotas de oro, recorría las calles comprando los malos recuerdos de la gente. Luego llegaba el olvido y borraba todo rastro del horror, desaparecían los grupos armados y el carro bomba que había acabado con el pueblo; pero con ellos, también, desaparecían los esposos asesinados y la tierra despojada. El olvido, además, se llevaba la verdad y, con ella, la posibilidad del reconocimiento y la reparación. Al final resultaba mejor recordar, con esa convicción crearon el Salón del Nunca Más. Todos en Colombia deberían ir a visitarlo. Compartir el dolor de las víctimas es lo mínimo que podemos hacer para evitar que la violencia se repita y en una de esas, uno nunca sabe, nos alcance.
@tatianaduplat