La salida del jefe negociador del Gobierno con el Eln deja claros varios puntos:
Primero, que dentro de seis meses, o un año, se conocerá la verdadera motivación de su renuncia, así que, tal como ha sucedido con otros funcionarios, el ciudadano se preguntará: ¿Y por qué no tuvo el coraje de decirlo en su momento?
Segundo, que la alianza Farc-Eln, formalizada en la declaración de Montecristi, va mucho más allá de las intenciones estratégicas y ha pasado del papel a los hechos. ¿Por qué una democracia debería admitir la unidad entre un “partido político” y una organización terrorista?
Tercero, que no importa quién ejerza el rol de negociador por parte del Gobierno, el control real de la agenda y de los contenidos lo tendrá un séquito de “mediadores”, absolutamente funcionales al Jefe del Estado.
Mediadores cuya misión, en paralelo, no será otra que la de garantizar la unidad de fondo entre los intereses de las Farc-y-Eln, incluyendo, por supuesto, la continuidad a toda costa del cese el fuego al amparo del cual la agrupación se consolida a diario como el brazo armado del proyecto revolucionario integral.
Cuarto, que tal como sucedió con los negociados en La Habana, el Gobierno tolerará todos los desmanes y crímenes del Eln porque la firma de un acuerdo es lo que le permitirá completar el triángulo (oprobioso) de la refundación del Estado en clave marxista y en términos propios del socialismo del siglo XXI.
Quinto, que todo esa historia de las disidencias y las fracturas internas bien podría ser solo un mito exculpatorio en el que se escudan las organizaciones violentas para engañar a la sociedad ya sea atribuyéndoles a otros los crímenes que cometen, o minimizándolos, como ha sucedido en Chocó y en Nariño, tan solo para mencionar los hechos más recientes.
Sexto, que, de hecho, el propio comandante guerrillero, Uriel, ha sido pulcramente sarcástico al reconocer que, no obstante los crímenes, las facciones del Eln a su cargo… ¡Han estado y estarán comprometidas con el cese de hostilidades!
Séptimo, que la lógica del Gobierno es perfectamente coincidente con la del comandante Uriel: si de algo sirven las matanzas y el terror no es para romper las conversaciones y sancionar a los culpables sino para recompensar al perpetrador reforzando los diálogos bajo la falacia de que conducirán a la superación de la violencia.
Octavo, que el mecanismo de verificación solo sirve para escoltar al Gobierno y que, en la práctica, la misión de la ONU se ha convertido en un vergonzoso escudo protector de toda suerte de vejámenes, siempre bajo los sofismas (“académicos”) de que semejante situación se registra en todos los procesos de negociación en el mundo.
Y noveno, que de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, lo acontecido en Magüí Payán podría llegar a interpretarse como un ejemplo de “guerra subsidiaria”, de tal forma que no solo es imperioso conocer los resultados de las investigaciones sino que “el Estado llegue a todo el Andén Pacífico, donde se ha evidenciado el confinamiento que sufren los campesinos”.
En definitiva, los negociados de Quito y de La Habana son la misma cosa: la misma impunidad, la misma frivolidad y la misma premiación del crimen.