En defensa de una metáfora | El Nuevo Siglo
Domingo, 19 de Abril de 2020

“Una guerra que hay que ganar y que anticipa otras”

Susan Sontag, la gran escritora estadounidense, autora de dos libros de imprescindible lectura en estos tiempos de confinamiento y pandemia (“La enfermedad y sus metáforas” y “El Sida y sus metáforas”, publicados en 1977 y 1988 respectivamente), recelaba sin ambages de la forma en que el diagnóstico y el tratamiento contra el cáncer -enfermedad que ella misma padeció- solía expresarse con metáforas provenientes del vocabulario militar:  “invasión tumoral”, “bombardeo radiológico”, “matar las células cancerosas”, “fortalecer las defensas”, y, en fin  -como si todas las demás no fueran ya suficientemente explícitas- “guerra contra el cáncer”.

No cabe duda de que si viviera aún, Sontag habría reiterado con vehemencia sus recelos.  Quizá habría escrito “La pandemia y sus metáforas”, y en sus páginas habría hecho eco de médicos y científicos, y de no pocos opinadores biempensantes y activistas comprometidos, que -por una pluralidad de razones y consideraciones, incluso contrarias- se quejan de la pervivencia, en el siglo XXI, de ese uso del lenguaje, del empleo de las metáforas bélicas para referirse a cuestiones de salud pública, cuyos orígenes rastreó hacia 1880.

Y, sin embargo, la situación en que la Covid-19 ha puesto al mundo es, quiérase o no, y más allá de toda metáfora, una situación de guerra.

Es imperativo “contener” el avance de la pandemia.  Es preciso “asegurar” a las poblaciones en mayor riesgo, por ejemplo, sujetándolas a un confinamiento más severo.  Es necesario “salvaguardar” los sistemas de salud ante un eventual desbordamiento de la demanda de sus servicios, como consecuencia de un descontrolado aumento de la morbilidad.  Se requiere “blindar” al personal sanitario, proporcionándole “equipos” de “protección”: guantes, mascarillas y caretas, gafas de succión, pantallas faciales, trajes especiales… (Casco, cota, guardabrazos y manoplas, sobrevesta y quijote de la armadura de otros tiempos).  La pandemia deja a su paso “víctimas” y también “sobrevivientes”, “recuperados”.  Mientras se inventa o descubre la vacuna, hay que “desplegar” todos los recursos disponibles.  En el ámbito económico, hay que evitar la “destrucción” del empleo y del tejido empresarial que lo genera (verdaderos “daños colaterales” producidos por la pandemia y las medidas necesarias para “enfrentarla”).  Entre tanto, la “supervivencia” de la sociedad justifica la implementación de medidas “extraordinarias”.  Después, la sociedad en su conjunto tendrá que volcarse a la “reconstrucción”.

Pero, sobre todo: cuando se ven confrontados a la más dura realidad, cuando se ven forzados a tomar decisiones límite en situaciones precarias e inciertas -como elegir qué enfermo debe recibir o no tratamiento-, los médicos se mueven en un plano ético que sólo conocen, con toda su complejidad y su pasmoso peso en la conciencia, los soldados que han estado en un campo de combate.

Si esto no es una guerra, ¿entonces qué?

Es comprensible, no obstante, que la metáfora de la guerra genere toda suerte de resistencias.

En el mundo de hoy parece haberse olvidado el carácter heroico de la guerra, acaso porque las guerras de hoy son, en muchos aspectos, post-heroicas.  Se ha olvidado también que a lo largo de la historia de la humanidad ha habido guerras no sólo necesarias, sino justas.  Guerras que había que ganar -como lo sugiere el título de la obra de Williamson Murray y Allan Millett sobre la II Guerra Mundial- porque en ellas se jugaba la suerte toda de la civilización.  El imperio de la neurastenia y de la sensiblería, que se ha extendido a una velocidad sorprendente durante los últimos años, colonizando la mente de las nuevas generaciones, ha acabado por incluir la palabra misma en su voluminoso índice de vocablos prohibidos.

Y aun así, la coyuntura en que se encuentra el mundo, es una guerra.  Una guerra en la que abundan sacrificios y esfuerzos heroicos; y en la que también hay, como en todas las guerras, no pocas mezquindades anti-heroicas.  Una guerra que hay que ganar, y que también entraña un reclamo de justicia para los más vulnerables, para quienes más sufren (y sufrirán) el peso del desastre.  Una guerra de la que depende la supervivencia de muchos seres humanos, y que prefigura otras que, en terrenos como el del cambio climático, será imperativo librar. 

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales