The End | El Nuevo Siglo
Viernes, 3 de Enero de 2025

Hace un año me congratulaba en este blog de que la gente -sobre todo los jóvenes, adictos a otra clase de pantallas- regresara a los cines en estampida para ver a la muñeca color de rosa y su galán de quijada cuadrada, además de otra película de un fabricante de bombas muy célebre. Pues un año después (es decir, hace 130 años) se sigue haciendo cine para que la gente vaya al cine.

¿Pero a qué cines? Pues a los que tienen butacas mullidas, pop-corn (no palomitas ni crispetas), definición tal y sonido pascual. Y pantallas no tan grandes como “la pantalla grande” como se decía a los cines de toda la vida, los que van cerrando, uno a uno, fotograma a fotograma, víctimas de su tamaño, del coste de mantenimiento, tecnología y la falta de espectadores regulares entre otras vicisitudes.

Son otros tiempos, es cierto, pero quienes fuimos fieles cinéfilos (ahora no tanto), vemos con grima cómo estos monstruos de seiscientas, mil localidades, van cayendo como kingkones (perdón por el plural). Caen como el cine Roxy, que cita Serrat en su canción o Juan Marsé en su relato (¡los dos en 1987!) o son reemplazados por tiendas de ropa prêt-à-porter o cadenas de comida poco lenta. Cines que frecuenté hace veinticinco años ya no lo son. Los Icaria, una de las pocas salas, si no las únicas, que tenían versión original subtitulada (nada como escuchar la voz de DeNiro o de la Binoche), o el Alexandra, con sus paredes de yesería, con su gallinero muy chic, donde nadie escupía a los de platea como en Cinema Paradiso. Sigo hacia atrás, y de la Bogotá que me tocó en los 80, han cerrado unos cuantos, como El Palermo, el de mi barrio de estudiante, que recién he visto convertido en billares. ¿Estará Paul Newman por ahí? Y así con los que poblaban la carrera 13 y alrededores como el Metro Riviera o el Lucía, que ya fueron engullidos por comercios. Y si sigo retrocediendo en el tiempo, puedo contar que en mi natal Pamplona de Indias estuvimos sin cine a mediados de los 70, por la facilidad de quedarse en casa con el Betamax, alquilando películas baratas de contrabando.

 Pero no todo es un desastre. Si desando veo que el Teatro Cecilia -colindante con mi casa de adolescencia y que los domingos expulsaba esquirlas y otras salpicaduras hasta mi ventana- ha reabierto hace unos años y aún sobrevive. O el Faenza, cerca de la UJTL donde estudié la carrera, un antiguo edificio de arquitectura ecléctica que de origen albergó una fábrica de loza. Llegó al abandono total, después de una programación igualmente diversa a través de los años: cine, música, zarzuela, opereta, más películas y finalmente el cine X. Confieso que una tarde entré al programa doble, a admirar las lámparas y las voluptuosidades del art déco y art nouveau, entre otras. El recinto, por fortuna, ha sido rescatado de la demolición gracias a la Universidad Central. Ya de regreso, y hace un año también, bajó el telón el Comedia, que después del rasgado de vestiduras habitual, entró en la pugna de las grandes marcas para arrasar los carteles con sus estrellas y cambiarlos por maniquíes, cosa se logró frenar -ya es un hecho- para destinarlo al Museo Carmen Thyssen. Gracias, baronesa barcelonesa.

Se seguirá haciendo cine en tanto el ser humano tenga cosas que contarse. Y habrá salas de cine, salvadas para el cine o para fines afines. Y mientras -en esa oscuridad parpadeante y cómplice- haya besos por prodigar, no habrá final. The End.

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