A estas alturas son muchas las personas que se sienten extenuadas, y también abrumadas, como consecuencia de los más de seis meses de proceso electoral que concluye con la jornada de hoy. Acaso por eso -y no sólo por la afición que parece connatural a la nacionalidad o por la expectativa que pueda suscitar la participación de la selección colombiana- el país ha empezado a concentrar su atención en el Campeonato Mundial de Fútbol, inaugurado el jueves pasado con el partido entre el anfitrión, Rusia, y Arabia Saudí, dos potencias de primer orden energético, ya que no futbolístico. No cabe duda que el Mundial de Fútbol ayudará a pasar la resaca electoral (la de los unos, los otros, y los demás), y pondrá al país a hablar de otras cosas -algunas tremendamente banales- mientras el nuevo gobierno empieza a hacer su trabajo.
Hablar de otras cosas, tal vez, tenga también un efecto terapéutico. Algo tan deseable como necesario para que, tras la agitada competencia política, también todos los ciudadanos empiecen a hacer la parte que les corresponde en la tarea de construir un clima propicio para que el nuevo gobierno pueda hacer la suya con transparencia, eficacia, eficiencia y responsabilidad.
En el terreno de la política internacional también debería hablarse de otras cosas. Son muchas las voces que han sonado, y mucha la tinta que ha corrido, a propósito de la cumbre de Singapur entre el presidente estadounidense y el líder norcoreano; sobre la forma en que pocos días antes Trump saboteó la reunión del G7 (hoy virtualmente convertido en G7-1); sobre la “guerra comercial” en la que parece estar empeñado; sobre la caída de Rajoy en España y el ascenso de un peculiar populismo en Italia; o sobre el callejón sin salida contra el que sigue rebotando, tristemente, Venezuela, y contra el que podría empezar a rebotar muy pronto Nicaragua.
(No hay garantía, sin embargo, de que hablar de otras cosas, menos visibles y menos comentadas en el ámbito internacional, sea tan terapéutico como pueda serlo hablar de fútbol para el ánimo político interno en Colombia).
Podría hablarse, por ejemplo, del fin del conflicto diplomático que hace más de un cuarto de siglo enturbiaba las relaciones entre Grecia y su vecino balcánico, antes llamado “Antigua República Yugoslava de Macedonia” y ahora denominado “República de Macedonia del Norte”. A fin de cuentas, los nombres importan. Que digan si no los malhadados amantes de Verona.
Podría hablarse de la audiencia que tuvo el papa Francisco con directivos de ExxonMobil, British Petroleum, Royal Dutch Shell, Pemex, ENI, Equinor, y otras grandes compañías petroleras, en el curso de la cual el pontífice les propuso liderar “una transición energética global con sentido de urgencia”. A fin de cuentas, si no son ellos, ¿entonces quién? Existen hoy en día, además, poderosos incentivos para que así sea.
Podría hablarse del enrarecido clima que enfrenta la canciller Merkel, al interior de su propio partido y con sus socios bávaros -y que pone en evidencia las debilidades de su liderazgo- por cuenta de la política migratoria. A fin de cuentas, la gestión de los flujos migratorios se ha convertido en un nudo gordiano para muchos gobiernos europeos, que no será fácil desatar ni con gestos solidarios -como la decisión española de acoger el barco Aquarius, con más de 600 inmigrantes a bordo-, ni con las medidas más duras por las que abogan los sectores más recalcitrantes.
O quizá sea mejor hablar, realmente, de otras cosas. Dejar la política de lado, por un rato, y hablar más bien de la obra fascinante y adictiva de Fred Vargas, ganadora del premio Princesa de Asturias de las Letras; o del espléndido concierto que ofreció recientemente en el Teatro Mayor la soprano rusa Julia Lezhneva con la agrupación canadiense Les Violons du Roy, con un repertorio de Händel y Vivaldi -cuya música es, junto con la de Bach, una prueba prácticamente irrefutable de la existencia de Dios-.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales