El debate de la droga
Las palabras del presidente Santos sobre la legalización de la droga no tuvieron mucho eco ni provocaron muchas reacciones. No lo hicieron porque Colombia ni va a tomar ninguna iniciativa ni cambiará para nada sus acciones al respecto.
Pero el debate sigue siendo necesario. El argumento más común es el de Santos: al acabar la prohibición, se acabará la violencia del narcotráfico. Esta idea es medio cierta: a menudo los narcos asesinan para evitar que otros los “tumben¨ o que las autoridades los detengan. Pero en casi todas partes y casi todo el tiempo, el nivel de violencia ha sido más bien bajo. Los casos como Colombia desde 1984 o México desde 2006 son excepciones debidas a causas particulares: la droga es un negocio, y las guerras perjudican los negocios.
El argumento en realidad es económico: la prohibición eleva el precio del producto, lo cual genera corrupción y financia la violencia; legalizar implica que el precio disminuya, y así se acabarían las ganancias.
Pero al bajar el precio sube el consumo -y este argumento es la base del prohibicionismo-: si legalizamos, habría una epidemia. En realidad nadie sabe qué tan cierto sería esto -y ese es el dato que falta para poder tomar decisiones responsables-.
Nadie o casi nadie dice que el consumo de drogas sea bueno. Pero unas drogas son peores que otras, y no es lo mismo una “epidemia” de heroína que una de nicotina. Lo cual nos trae al punto decisivo: como el ron, digamos, es menos malo y menos adictivo que la morfina, el primero se puede permitir pero a la segunda hay que hacerle la guerra.
La evidencia a veces es borrosa, sin embargo. Y sobre todo: no existe y no es posible establecer un límite objetivo después del cual la droga sea “demasiado” dañina o demasiado adictiva. El límite es una convención social -por eso el opio no siempre fue prohibido-, mientras que alguna vez lo fueron el chocolate, el café o el alcohol.
Visto desde la ética, sólo hay dos posiciones que resuelven con rigor “el problema de la droga”: por un lado el ascetismo que prohíbe cualquier estimulante, y por el otro lado el libertarismo que rechaza cualquier interferencia del Estado en lo que cada quien haga consigo mismo. Las convenciones de cada país se acercan más a una u otra ética, pero aún entonces siguen siendo convenciones.
La cuestión sería entonces, de mover la convención, de tolerar la marihuana -o aun la cocaína- que es el tema de Colombia. Aquí desearía uno que a la evidencia médica se le sumara el análisis de beneficios y costos de distintas estrategias, para encontrar la opción más “racional”. Pero ni así: los valores religiosos o cívicos de cada sociedad seguirán decidiendo.
Por ahora no hay nada: ni los asiáticos ni los cristianos de Occidente, que son la mayoría de la ONU, están dispuestos a aflojar más allá del tabaco y el alcohol (los árabes ni siquiera), y hasta la misma California de los hippies no hace mucho vetó la marihuana.