Al monje Pietro Angeleri lo eligieron Papa contra su voluntad, por un cónclave bajo presión, y en un momento crítico de la historia de la Iglesia -que desembocaría luego en el “cautiverio de Avignon” y el Cisma de Occidente-. Poco duró Celestino V en el solio pontificio: cinco meses después de su elección, abdicó. Perseguido por su sucesor, Bonifacio VIII, y a la postre reivindicado y canonizado, Dante no le perdonó haber abandonado la conducción de los asuntos de la Iglesia. Lo puso en el vestíbulo del Infierno (entre los que vivieron sin merecer “alabanza ni vituperio”), reprochándole “la gran renuncia” que hizo, según él, por cobardía.
La decisión del papa Francisco, de declinar la invitación hecha por el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc para participar en la conformación del mecanismo de selección de los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz, ha sido vista por algunos también como una especie de renuncia o rechazo. Renuncia, dicen los defensores del proceso de La Habana, al papel y la responsabilidad pastoral de la Iglesia frente a la construcción de la paz en Colombia. Rechazo, dicen los detractores del Acuerdo Final, a la “paz con impunidad” y a la “negociación con los terroristas”.
Pero Francisco no es Celestino. No es un eremita arrastrado al mundo, sino un hombre de acción; cualquier cosa, menos un cobarde. Además, mucho ha aprendido la Iglesia Católica, sobre los peligros de involucrarse en el debate político (y, ciertamente, le falta todavía mucho por aprender). No le corresponde a la Iglesia nacional promover una u otra posición frente a la refrendación del Acuerdo, sobre todo si ambas son igualmente susceptibles de ser validadas éticamente. No les corresponde a los pastores lanzar un anatema sobre la libre conciencia de la ciudadanía. Los que reclaman a la Iglesia neutralidad frente a las reivindicaciones de los derechos LGTBI, deberían, coherentemente, agradecer su neutralidad frente al plebiscito.
Tampoco le corresponde a la Iglesia Universal legitimar a priori y en abstracto, con su intervención en la designación de los jueces, un mecanismo de justicia transicional que sólo podrá ser evaluado por sus frutos futuros. Ello comprometería la independencia de la Iglesia, su libertad para exigir justicia, incluso contra la (administración de) justicia, por encima (y con frecuencia a contrapelo) de cualquier entendimiento político.